«Qué no te di
que pudiera en tus manos poner
que aunque quise robarme la luz para ti
no pudo ser »
Bolero «Qué te pedí» de Fernando Mulens Lopez
Dependiste de la teta y de los brazos de mamá. Dependiste de la guía y de los hombros de papá. Te vistieron, te educaron, te alimentaron y también necesitaste de ellos para bañarte, jugar y hasta para dormir. Más adelante dependiste de la ayuda de tus padres para hacer tus tareas escolares. Dependiste de tus maestros para aprender a leer, a escribir, a sumar. Quizá también dependiste de tus abuelos o tus tíos para levantar castigos y conseguir permisos. Los grandes de entonces, cubrieron tus necesidades básicas, te brindaron protección, te amaron, se sintieron orgullosos de ti y te facilitaron las vías para hacer de ti, el adulto que eres hoy.
Cuando tenías 15, contabas los meses hasta poder decir que tenías 15 años y medio. Cuando tenías 18, soñabas con tener 21 para avanzar cada vez más rápido hacia tu independencia, hacia ese nivel en donde ya somos mayores y podemos decidir por nuestra vida, una propia y no de otros. Culminaste tus estudios, empezaste a producir, adquiriste un vehículo y hasta una vivienda. Te sentías dueño de ti, libre, tanto como lo soñaste en tu adolescencia. Orgulloso de tus logros, podías darte a ti mismo todo lo que durante tantos años te bridó tu familia. ¡Por fin eras grande!
Pero te enamoraste.
Y es allí, justo allí en donde, sin darte cuenta, te perdiste. Quizá porque no sabías cómo era esa rara experiencia de amar sin perderte, amar manteniendo claros tus límites, amar conservando tu piel y respirando por tus propios pulmones. Algo había salido mal y no sabías qué. Decías que te habías enamorado con el alma, con la piel y con los huesos. Y en vez de disfrutar del amor, lo sufrías. Porque en vez de vivir «con» tu ser amado, vivías «en» ese ser que empezaba a importarte más que tú. Creíste que sin él o ella, tu vida no tenía sentido y transformaste tu existencia, que bailaba a ritmo de rock, en un triste bolero desgarrador. Padeciste de miedo a perderla o a perderlo, sufriste de angustia ante pequeños momentos de soledad, perdiste habilidades, extraviaste tu brillo personal y después de tanto trabajo para conseguir tu independencia, volviste a depender.
Y aquí estás, sumergido en el desamor a ti mismo, y temiendo que alguien, que no ha venido a tu vida a respirar por ti, se marche y entonces tú mueras. Te asusta tanto ser abandonado, que eres capaz de ceder a todo cuanto consideres te hará conservar a ese ser que en vez de amar, necesitas.
¿Qué te ocurrió? ¿Qué pasó con aquel joven o aquella adolescente que una vez fuiste y que lo que más anhelaba era ser grande? ¿En qué momento te perdiste a ti mismo? Cambiaste, dejaste de ser «ese» al que alguna vez amaron, para ser el que creíste, nadie desecharía ¿Y así pretendes que no te dejen? Te descartaste para evitar que te rechazaran y, sin darte cuenta, enseñaste a ese otro del que ahora dependes, que eras digno de abandono.
¿Acaso eres un parásito, que no puedes, que no sabes cómo moverte si no estás adherido a otro?
No, el amor no es una experiencia para dejar de ser quienes somos, es un sentimiento que nos reafirma. Porque si elegiste a alguien, es porque es valioso para ti, y si alguien te escogió, es porque en algún momento (antes de dejar de ser quien habías venido siendo y convertirte en esto que no sabes definir si no estás con «tu otro»), fuiste único y fuiste especial.
La estima hacia nosotros mismos, el amor propio, es el camino más certero hacia el amor en pareja. Y no es posible mantener a nuestro lado a nadie, a costa de nuestra propia individualidad. Todo lo contrario, es así como lo pierdes.
Así que si estás «sufriendo» de amor, es porque te volviste pequeño otra vez, un niño que necesita reencontrarse con aquel joven sediento de libertad y con nombre propio.
Si es así… ha llegado la hora de volver a crecer.