ABUELA TRISTIA

Había una vez un niño muy chiquito, tan pequeño que cuando se sentaba, sus pies no alcanzaban el piso. Si se colocaba sobre el alzapié de guitarra de su papá, solía pedir un deseo: «ser grande». Se notaba su contento porque sus piernas se columpiaban dibujando en el aire un pentagrama colmado de notas musicales brillantes y animadas. Cuando no, sus pies doblaban las puntas hacia adentro, como buscando mirarse para darse consuelo. Se encerraban, se escondían. Nadie podía adivinar el secreto en ese gesto sutil, porque como había comprendido que la tristeza no era bien recibida en casa, los músculos de su cara dibujaban una sonrisa automática e hipócrita.

El padre del pequeño le había enseñado que las lágrimas «no debían ser». Entonces, ante los gritos, el ceño fruncido y la desaprobación de papá, el niño aprendió que evaporar sus lágrimas, era lo mejor. Ese señor practicaba el oficio de reprimir cualquier manifestación de dolor y, pretendiendo amputarlo, producía mucho más daño. Creía que el oponerse a él lo pondría a salvo, no sabía que negar doliera tanto a la larga. Estaba convencido de que los varones, cuando gimoteaban, no crecían, y que las niñas lloriqueaban para conseguir que algún bobo distraído les complaciera sus caprichos. Todas sus órdenes y negativas, eran dadas pensando en «el bien de los muchachos». Por lo tanto, no permitía lamentos ni suspiros, e insistía en afirmar que la única consecuencia de esas gotas saladas en los ojos de los niños, eran las lagañas.

La madre de ese chiquillo le temía a cualquier expresión de abatimiento de «su bebé». Temblaba de solo verlo frustrado. Así que se hizo experta en el ejercicio del aborto prematuro de la aflicción. Esta mujer dulce y solícita, impedía con su miedo, cualquier manifestación de pena, echando mano a la teta, al caramelito, al juguete, a los «upas», arrumacos y morisquetas… Tenía un arsenal de recursos y un talento inusitado para cambiar lágrimas por risas. Se creía buena, se sentía santa, se sabía especial.

Un día, ese niño al que le habían vedado el desánimo, notó que su piel, su cabello y sus uñas, olían a amargura. Desconocía el origen de esa extraña fetidez. No sabía que tragarse las lágrimas durante tanto tiempo, le provocarían el «Síndrome del llanto estancado», cuyas características principales son el hedor y la hostilidad. Pero como necesitaba con desesperación la aprobación de su padre y la sonrisa de su madre, no le importaba la violencia que este dique (autoimpuesto) le generara. Hizo de la arrogancia su sello personal, se burlaba de los lloraban  y, un día, terminó pateando a su perro para que no aullara. Frente a su madre, simulaba llantos insoportables que solían recompensarlo con consuelos, mimos y golosinas. En fin, se convirtió en un niño gordo, resentido y manipulador. Verlo (aunque haya sido desde lejos) era presenciar el más triste de los espectáculos.

El cuadro era tan desalentador, que apareció la Abuela Tristia… una vieja sabia, de larga cabellera cenicienta que se presenta cuando ya no podemos respirar de tanto aguantar. Siempre llega acompañada de Minerva, su hermosa lechuza gris y, con sus manos suaves y ancianas, es capaz de devolverle  a cualquiera su derecho natural al desahogo. Cuando ella acaricia, hace llorar. Pero es un llanto anhelado porque da salida a las lágrimas. Es una hechicera cuya mirada compasiva es tan potente, que nos entrega aceptación y alivio. Y después, un fenómeno mágico toma la materia del sollozante… porque su piel, su cabello y sus uñas, empiezan a oler a jazmín.

Cuando la Abuela Tristia se hace presente en nuestras vidas, en ese instante, dejamos de ser pequeños. Nuestras piernas se estiran hasta tocar el piso y dejan de mecerse en el aire de la desdicha negada. Y por muy absurdo que parezca, una vez que lloramos como niños y suspiramos, nos calmamos y crecemos… y entonces, podemos volver a soñar.

Una madrugada, el niño que ahora huele a jazmín, despertó movido por lo que parecía el resplandor de la luna, pero descubrió que el brillo no venía desde tan lejos. Allí estaba Tristia con sus manos viejas, ofreciendo caricias al desconsolado cabello de su padre. Entonces el niño se acercó a papá, se sentó en silencio a su lado, y con la serenidad que da la experiencia, lo dejó llorar.

Y Minerva alzó su silencioso vuelo hacia la luna, dejando la casa inundada de olor a jazmín.

Victoria Robert

LA BICICLETA VOLADORA

Corrías tras los cometas de tus amigos con la ilusión de que cuando se mezclaran con las nubes, podrías arrancarle el hilo a alguno de ellos y alzar vuelo. Luego aprendiste a elevarlos tú con la esperanza de que cuando sacudieran su larga cola de dragón hecha con tiras de gasa, la fuerza del viento levantaría del parque polvoriento (cubierto de hojas secas y caca de perros callejeros), tu liviana estatura nacida para planear, lanzarse e incluso, flotar en el aire. Cuando aprendiste a leer fluido, descubriste en aquel libro de ingeniería aeronáutica que te regaló tu papá, que por leyes de la física, jamás podrías surcar el cielo impulsado por un volantín hecho de papel cebolla y madera balsa. Pero no te importó, porque en ese libro también te enteraste cómo podías hacer avioncitos. ¡Avioncitos! ¡Los Dioses del universo! Entonces creíste que armarías un planeador lo suficientemente gigante como para que, montado a «caballito» sobre él, pudieras impulsarte desde el pico más alto que conocías. Esa cumbre fue el punto inicial de la pista en donde muchas veces te dejaste resbalar sobre un latón tamaño sábana, que le habías robado al techo del granero de tu abuelo.

Tus proyectos de aeromodelismo a escala personal fracasaron, pero no doblegaron tu espíritu aventurero. Con la plancha de zinc tampoco llegaste a volar, así como se dice VOLAR, pero te deslizaste a tanta velocidad al ras del suelo, que seguramente lograste despegar algunos segundos, y hacer de esa chapa, una primera aproximación a una alfombra (metálica) voladora, moderna y de manufactura casera. Estabas orgulloso pero no conforme. Tú querías tripular una nave. Elevarte, volar de verdad, como lo hacen los pilotos.

Y entonces viste en televisión a unos chicos más grandes que tú, elevando bicicletas en triples saltos mortales sostenidas en el aire como colibríes en el atardecer. Se te derramó el «Toddy» sobre la franela de la escuela pero no te afectó, porque se había presentado ante ti la oportunidad de saltar al vacío, de hacer acrobacias en el aire y caer sobre ruedas, a pesar de los rasguños.

Acudiste al «Niño Jesús», a «Santa» y a «Los Reyes Magos» juntos, y prometiste que sería lo último que pedirías en toda tu vida: «Después de esto, no los molestaré más, lo juro». Así dijiste.

Por lo que te habían dicho tus padres y los padres de tus amigos, sabías que había muchos niños en el mundo a los que ellos debían concederle algo todos los años, y que esa máquina mágica, valía por los próximos regalos hasta fueses grande.

Y te cumplieron.

Pero eras tan chiquito que tu mamá influyó en ellos para que tu bicicleta viniera con unas rueditas traseras que según los grandes, «te ayudarían a conducirla sin caerte». Y a partir de ese momento empezaste a conducir en tu bicicleta segura y estable. Y pedaleaste y pedaleaste por muchos caminos predecibles, con rayados de tránsito y sin un solo bache que te permitiera levantar vuelo.

Y ahora estás aquí, adulto, apoltronado en el asiento de esta vida sin alas pero con rueditas, y demasiado obeso, como para cumplirle el sueño a aquel pequeño que quiso volar y nadie lo dejó.

Un día de estos, el «Niño Jesús», «Santa» y «Los Reyes Magos» juntos, tocarán a tu puerta para pedirte cuentas. Pero como tal vez te has acostumbrado demasiado a tu cómoda vida sin grandes riesgos ni pasiones, no sabrás que  con ellos, escondido tras sus ropajes de lana, peluche y oro, estará aquel chiquillo reclamando su triple salto mortal.

Victoria Robert

¿ME QUEJO O NO ME QUEJO?

Siempre, desde tiempos inmemoriales, ha existido esa manera personal de expresar penurias y poner de manifiesto la impotencia para que no duela tanto. La queja en su estado natural, es una de las formas que tenemos de compartir las penas. Razones para quejarnos hay muchas, los motivos pueden ser infinitos y las formas pueden ser tan diversas, como versátil es la existencia humana, animal y vegetal.

Todos nos quejamos. Cuando las flores se marchitan, están haciendo uso de su legítimo derecho a la queja. Pierden su color, aroma y lozanía. Así se lamentan. Pero si mueren porque alguien las arrancó, entonces se arrugan y derriten, mostrando su dolor. Las hojas, hacen huelga durante el otoño. Dejan testimonio de su pesar en su caída, y regalan para el recuerdo una  extraordinaria alfombra de colores sepia. Las hojas son hermosas cuando se quejan.

Muchos animales se quejan en silencio. Cuando dejan de comer o jugar, sabemos que algo anda mal, pero como son tan nobles, procuran no molestar. Simplemente se repliegan, se retiran al rincón más tranquilo y oscuro para transitar por su pena, solos. Algunos también aúllan o braman, o mugen o rugen, como usted quiera. Cada uno según su tamaño, color, forma y hábitat, tiene su llanto, su lamento… su « ¡me duele! ». Los peces se sacuden y se dejan chupar por el océano hasta el fondo. Algunas aves se deprimen y dejan de volar. Los reptiles se desorientan o violentan. Los mamíferos se refugian en su manada o quizá esperen a que su queja sea atendida y confortada por alguien capaz de comprender su padecimiento.

Los humanos no somos muy diferentes ante el dolor. Suspiramos, resoplamos, lloramos o decimos. Y nos quejamos porque  es una manera de reconocer que estamos sufriendo, en la esperanza de que nos den una mano. Cuando es así, cuando la queja responde a la necesidad de sentir alivio, tiene un fin terapéutico. Muchas veces al quejarnos, al expresar nuestras experiencias de displacer como el miedo, la rabia o el dolor, conseguimos calma y descanso. De alegría no nos quejamos y a la tranquilidad, solemos aceptarla casi sin darnos cuenta.

Hay cuerpos que se quejan. Cuerpos encorvados con caras largas y ceños pronunciados que denotan molestia. Cuerpos con el pecho hundido y los hombros adelantados que muestran tristeza. Cabezas gachas y rodillas dobladas que indican derrota.

También hay voces que se quejan sin pronunciar palabras, murmullos con cadencia de lamento. Letanías en tono abatido. Hay voces que lloran sin soltar una sola lágrima.

Pero hay quejas que huelen a sacrificio y en vez de obtener comprensión, producen hastío o lástima, o nos hacen sentir culpables por omisión y nos obligan a hacer cualquier cosa con tal de silenciarlas. Esas quejas manipuladoras, lejos de producir consuelo, suman frustraciones y son inefectivas. Consiguen atención, pero es una atención definitivamente negativa. Es como comerse una gigantesca olla de frijoles y luego dedicarse a inundar el aire del prójimo, con su irreversible perfume.

La mejor manera de neutralizar el influjo de esta fuerza que impone complacencia, es moverse. Frente a las emergencias, dejamos de lamentarnos para ponernos en acción. Y la pulsión por aliviar lo que duele (aunque sea por un instante) vence a esa sensación de fracaso a la que, tantas veces, insistimos en rendirle culto.

Así que cuando te quejes, pregúntate qué necesitas, revisa lo que consigues y  explora cómo te sientes cuando lo haces. Así sabrás cuál es la cualidad de tu queja y comprenderás por qué, en ocasiones eres escuchado y en otras, ignorado.

Victoria Robert

JACK EL PROCRASTINADOR

Has dejado pasar tantas oportunidades y has pospuesto tantas actividades necesarias, que has llegado al punto en donde todo se ha convertido en una emergencia. Dices que funcionas mejor bajo presión y que «es mejor dejar para mañana, lo que tienes que atender hoy». Crees que dejarte llevar como una veleta hacia donde sople el viento, es una cualidad que resguarda tus buenas ideas, tus salidas espontáneas y tus soluciones ingeniosas. Y muchas veces te ha ido bien. Pospones tus compromisos del mismo modo en que te cambias los calzones y te has hecho experto en conseguir excusas que ni tú mismo crees. Eres el clásico tipo que sabe «resolver» cuando tiene el agua al cuello… hasta que se ahoga.

Dejas remojando ideas, trabajos, diligencias y citas médicas. Te haces el loco antes de tomar decisiones que involucren algún tipo de riesgo y contradictoriamente, por no tomarlas, te hundes cada vez más. Porque cuando corres la arruga, la arruga crece y las ocupaciones no atendidas se transforman en pre-ocupaciones, las responsabilidades diferidas se convierten en negligencia, las gestiones olvidadas acumulan deudas y cuando no atiendes tu salud, terminas en la emergencia de un hospital.

Esa cualidad de silbar cualquier melodía mientras miras para otro lado, ese talento para cambiar el tema de manera oportuna, esa habilidad para no confrontar lo ineludible, pareciera expresar pereza. Pero no. Muchas veces es producto del cansancio por la lucha estéril entre lo que «debes» y lo que «quieres». También es por miedo a toparte con un conflicto si asumes una posición poco popular. O es tu incapacidad de poner límites y decir que no, cuando sabes que no puedes cumplir. Entonces, cuando la realidad te toca la puerta y te pide cuentas, deflectas, desvías, haces chistes e inventas razones. Y aprovechándote de tus dotes para hablar y hablar y hablar hasta marear a quien te reclama, logras robarle tiempo a otra de tus tareas que se convertirá en tu más próxima emergencia, mientras te ocupas de la que ya no puedes seguir aplazando.

El problema es que como no te haces cargo del miedo, te haces experto en evitar. No es que te tomes un tiempo para pensar mejor las cosas, es que pretendes ganar tiempo mientras esperas que las cosas se arreglen solas. Y es que usar «el pensar»  como un «pasatiempo», es el más inútil de los recursos.

No te apropias de lo que necesitas, no enfrentas, no desafías,  no te opones, no das la cara y dejas pasar. Eres un «no» maquillado que prefiere pulir sus palabras para describir bonito, lo que es feo.

Y así se te pasa la vida, explicando por qué no has cumplido con lo que aceptaste hacer, mientras dejas de lado lo que necesitas terminar: cerrar una relación laboral que no te valora, terminar con una pareja que ya no da más, ocuparte de la grieta en la pared o del grifo que gotea, poner en orden tu vida aunque te moleste y duela. Elegir y desechar en vez de evadir, hará que ganes y pierdas, pero si haces esperar a los amigos, al jefe, a la familia, algo de ti también es demorado y desespera.

Así que querido Jack, recuerda que cuando procrastinas, te descuartizas sin darte cuenta, y esos pedazos de tu tiempo amputado, no vuelven, no se recuperan, simplemente se lamentan.

Victoria Robert

TÚ Y YO

La consulta terapéutica es un espacio privilegiado para quienes somos requeridos. Para ambos en realidad, pues quien pide consulta, por muy dolorosa que sea la aventura de zambullirse en sus profundidades, siempre recupera algo de sí. Lo hace porque necesita crecer y aprender a valerse por sí mismo en una vida que (más allá de los esfuerzos que hayan hecho los adultos que una vez lo guiaron) no trae manual de instrucciones. Pero la silla del terapeuta suele tener un particular poder otorgado por los pacientes que acuden en busca de ayuda, creyendo que quien la ocupa, ya aprendió, ya aprobó con mención honorífica, las lecciones correspondientes a «Vida 1, 2, 3 y 4 a la n», como asignaturas obligatorias. Además están el resto de las materias electivas adicionales como: pareja, trabajo, padres e hijos, por mencionar las más comunes. Entonces asumen que estamos elevados y, que como tenemos influencias importantes con los sabios celestiales, poseemos la clave para que sean más felices y no esa suerte de madeja enredada y maloliente en la que se ha convertido su existencia, hasta en los rincones más deshabitados de su cotidianidad. Es un privilegio y también una responsabilidad. La mayoría de las veces, nos encontramos con personas vestidas de hombres y mujeres grandes pero muy frágiles, a los que primero hay que acompañarlos a conocer las callosidades de su espíritu, para que aprendan a limarlas, luego ablandarlas y finalmente apreciarse. A partir de allí, lo que sigue es atreverse a cambiar, asumiendo los riesgos de ser quienes son y serán.

La consulta terapéutica, aunque brinda las oportunidades para aprender a sentirse seguro en las infinitas decisiones que comprometen el porvenir, no blinda al paciente. Más bien le muestra que es ineludible exponerse, si es que quiere tener una vida plena (con altos y bajos sí), pero completa.

Entonces recibimos a seres confundidos, perdidos entre miles de preguntas y respuestas que los hunden en el abismo del «no sé». Así, vienen los buenos a ultranza, los vivos sin sensibilidad, los que perdonan por decreto para evitar conflictos, los que perdieron la esperanza. Son seres desconocidos para sí mismos. Entran a terapia justificando su fragmentación, manipulando para obtener cambios afuera sin cambiar adentro. Amputaron aspectos vitales de su personalidad y pretenden, así mutilados, que el entorno les brinde las soluciones,  muletas o prótesis y, además, que no se note. Una suerte de hombres y mujeres con «alma biónica» que esperan salir como nuevos y «sin defectos». Como si ese patrimonio al que juzgan como máculas a esconder, no fuese el soporte de sus atributos y, a veces, su auténtica virtud.

Suelo ver a algunos de mis pacientes como si estuvieran inconclusos. Por ejemplo: al que no reconoce su rabia, lo imagino sin hígado, a quien se le cayó en alguna parte del camino la alegría o la compasión, lo visualizo sin corazón, al que es puro miedo y no encuentra valor, luce ante mí sin piernas, al que es pura bondad e indefensión, carece de dientes y muchas veces, hay pacientes que entran sin cuerpo, apenas una cabeza flotante recorre el espacio terapéutico, sin poder sentarse y descansar.

Y con el transcurrir de las sesiones, cuando empieza a darse la alquimia, y entre los dos, alumbramos nuestro re-nacimiento para ver cómo uno de sus muñones emocionales empieza a crecer, me pongo muy feliz. Y entonces, los veo salir por la puerta cada vez más preparados para encarar sus desafíos, cada vez más enteros, más vivos.

Y yo me quedo sentada en mi silla, mi hermosa y humilde silla de aprendiz, que me ha dado la fortuna de ser parte del camino de estos seres, para también reunir mis propios fragmentos y crecer en esos encuentros… entre tú y yo.

Victoria Robert

LA REINA DE CORAZONES

«¡Ay!, la pobre princesa de la boca de rosa
quiere ser golondrina, quiere ser mariposa,
tener alas ligeras, bajo el cielo volar»

Rubén Darío

Vives para respetar las normas porque eres «El Pilar» de tu familia o tu empresa, hasta que despiertas y no te puedes levantar de la cama. Estas quebrada física, psicológica y emocionalmente. Aturdida, casi obnubilada, consigues sacar fuerzas de donde no sabías que tenías y continúas, porque naciste con una deuda, una culpa que no te pertenece, y un deber: cuidarle la vergüenza a los tuyos, mantener la imagen para «el qué dirán», velar por su tranquilidad. Y una vez más, te inmolas.

Vuelves a obedecer a creencias tragadas que se alojaron en tu psique desde niña. Y te pierdes en paradojas que enuncian una doble necesidad, un doble compromiso: con los demás y contigo.  El tuyo lo has desdeñado durante años por temor o por honrar valores rancios que te están traicionando segundo a segundo.

Te debates entre preservar el status quo y su engañosa seguridad, o lanzarte a lo desconocido, con sus promesas inciertas. Lo que no sabes es que cualquiera de las dos opciones, están revestidas de inmensos riesgos. Porque es un riesgo no moverte, quedarte en el mismo lugar en donde ya te sientes aprisionada, y es un riesgo saltar al vacío sin tener un colchón inflable que te esté esperando. Por eso esperas y corres la arruga. Por eso pospones tu decisión de romper, de trasgredir y, cuando lo haces, no sabes que estás llenando de basura un globo que, cuando estalle, salpicará a todos. Y esa también es tu excusa. Entonces, por no querer explotar, acumulas y explotas.

Ese es el coctel de la impotencia, una mezcla de frustración, dolor y rabia contenidos. Un brebaje peligroso. Una condición crónica y progresiva… que puede ser mortal.

¿Qué hacer? Lo sabes. LO SABES.

Algo tendrás que perder cuando elijas. No es posible tenerlo todo. Temes quedarte sin el aprecio de los tuyos, y pagas una factura enorme en nombre del amor. Crees no merecer su afecto si no les sigues cuidando su «moral y buenas costumbres».

¿Acaso no te das cuenta que si tienes que gastar, no es amor, sino una transacción?

¿No ves que mientras más cumples con los otros, menos te das a ti?

¿De verdad crees que siendo buena, eres buena? No. Eres mala. Muy mala. Pésimamente mala contigo.

¿Esperas recibir lo que resta, después que te has vaciado? Ese es el camino más largo y doloroso. Esas son migajas…

Hubo una vez una princesa que le cuidó la imagen a su reino y enfermó de bulimia y anorexia. Fue vilmente señalada, traicionada y usada. Y como ella no sabía defenderse, fue apagando cada vez más su luz. Y mientras todos los que ella protegía, hacían de sus vidas lo que les daba la gana, ella continuaba respetando las reglas y el protocolo, aunque de vez en cuando se atrevía a sortear una que otra regla para procurarse pequeños instantes de placer. Y por eso fue sentenciada y se convirtió en el «chivo expiatorio del reino», en la culpable de todas las vergüenzas.

Un día, el menos previsto, el menos conveniente, la princesa explotó. Se cansó de ver cómo todos sus esfuerzos por hacer el bien, eran dañinos para ella, e insuficientes para los demás. Entonces, se dirigió al centro de la plaza del pueblo y exclamó:

  • ­¡Está bien! ¡Soy puta, soy puta, SOY PUTA!… ¡Y QUÉ!

Y ese día volaron por los aires todas las máscaras del reino y ella empezó a descubrir el alivio de soltar cargas que no le pertenecían.

Había muerto la princesa tonta y había nacido La Reina de Corazones. La que sabe cortar cabezas si alguien osa meterse con la suya.

Y entonces, nunca más… ¡NUNCA MÁS!

Victoria Robert

ME SIENTO SOLO

Estoy rodeado de personas que me aprecian, pero me siento solo. Saludo a diario a una suma considerable de conocidos, pero cuando llego a casa, me siento solo. Chateo con muchos amigos en mis redes sociales y aún así, me siento solo. Visito  a mi familia regularmente, pero igual, me siento solo.

Es un vacío, una ansiedad que se instala en mi estómago y no me deja en paz. Se transforma en miedo o en tristeza, y se parece a una necesidad que no he podido bautizar porque no comprendo. Un agujero que intento ocupar con distracciones, compras, comida, amores nuevos, incluso con peleas, pero que no logro llenar. Es un saco sin fondo que me somete y me obliga a especular, a ver si en algún lugar de mi futuro, encuentro la solución. A ver si en algún instante de mi pasado, consigo su origen o explicación. Me la paso inventando consuelos instantáneos y, aunque pensar me desvía un poco del ahogo, al final me angustio más y me confundo.

¿Te reconoces en alguno de estos ejemplos?

¿Quién está alojado en tus vísceras y clama por un poco de atención?

¿Quién te ruega por compañía? Y tú, buscando silenciarlo.

¿Es tan desdeñable ese «otro tú», que insistes en buscarle cualquier custodia, menos la tuya?

Y si es así, ¿cómo pretendes que alguien lo quiera?

A veces es vital detenernos a escuchar nuestra soledad. Aquí. Ahora. Abrir los ojos frente a ese vacío sin nombre que respira en nosotros y nos hace llorar. Sentirlo, indica el camino para aprender de él, es el legítimo reclamo corporal y emocional de tu niño abandonado, ya no por tus padres, o viejos amores. Sino por ti.

Imagina que tienes a tu cargo a un pequeño igual a ti, cuando solías esconder los mocos debajo de la mesa en pleno almuerzo. Tienes que satisfacer sus necesidades, brindarle protección, afecto, enseñarlo, jugar con él y, algunas veces, ponerle límites. Porque si ese chiquillo se siente con la confianza desbordada, querrá hacer de ti su servidor incondicional. Pero si en vez de encargarte de él, se lo dejas a cualquier vecino, al próximo amor o a los amigos, por ejemplo (que ya tienen sus propios niños, además de sus hijos), y lo descuidas… lo estás dejando solo. Si logras visualizarlo, sabrás que luce desamparado. Y eso duele.

No eres tú, adulto ocupado y distraído el que está aislado, es tu pequeño que ha encontrado en la angustia que te produce, una fisura en tu conciencia irresponsable para que lo ayudes.

Así que la próxima vez que te sientas solo, cállate. Escucha. Dirige tu atención a tu corazón agitado, a tu abatimiento, a tus suspiros insaciables de aire fresco y observa tu aturdimiento. Verás que no es soledad. La soledad es silenciosa y serena. En cambio la desolación, grita.

Cuando te des cuenta lo que le haces, no podrás evitar correr a abrazar a tu pequeño. Solo así podrás estar tranquilo para darle la confianza de ser merecedor del afecto de terceros. Entonces, esos terceros, en vez de huirle a tu dependencia afectiva, podrían ser condimentos cautivadores que inunden tu existencia de pura novedad.

Bríndate la oportunidad de descubrir que estar solo, es la mejor manera de estar acompañado.

 Victoria Robert

ENTRE EL DEBER Y LA PASIÓN  

Tienes más de una década dedicado a tu trabajo. Estudiaste para ser un profesional íntegro, y tus padres, que tantas ilusiones pusieron en ti, se sienten hoy plenamente satisfechos. Recibes una remuneración adecuada y gozas del reconocimiento de tus colegas y superiores. Eres un excelente candidato para aumentos, ascensos, privilegios y, gracias a eso, tu familia, la de origen y la que ahora construyes, está segura y provista. Viajes, colegio, ropa, esparcimiento y hasta algunos lujos, están garantizados.

Aunque tu jornada es de 8 horas, a veces laboras los fines de semana, y otras, hasta la madrugada, pero te gusta adelantar tareas en casa porque concluyes y te luces. Estás tranquilo.

También, desde pequeño tienes un pasatiempo, una actividad preferida  en la que te zambulles cada vez que puedes y el trabajo te lo permite. Pero como tienes responsabilidades que cumplir, son pocas los restos de espacio en los que puedes disfrutar, de esa, tu pasión. Las horas que le dedicas, se las robas a tu sueño y descanso, pero está bien para ti porque cuando pintas o compones o escribes o practicas tu deporte favorito, te recargas de energía, y es como si hubieras salido de vacaciones. En esos momentos no estás tranquilo, estás feliz y ansioso por continuar, por no parar. Suspiras porque el tiempo no se acabe y dure un poco más, antes de tener que ponerte el flux, atender los pendientes de la oficina y encargarte de todas las facturas que están ahí, esperando por ser pagadas.

Sabes que no te puedes dedicar por completo a lo que tanto te gusta, porque es un hobby. No eres un profesional en eso, y jamás podrías financiarle el futuro a nadie con esas actividades que solo valoras tú y esa especie de pulsión desesperada a la que a veces te gusta llamarle «hambre». Has hecho cursos, investigado y pagado maestros privados que te han enseñado a hacer, cada vez mejor, eso que tanto te cautiva desde que eras niño. Dicen que tienes talento y suficiente experiencia y, hasta te han sugerido que te dediques con más compromiso a eso que te atrapa. Pero no. Porque tus canciones, o tus óleos, o tu deporte o tus recetas de cocina, no pagan las cuentas. Entonces te pasas la vida así. Haciendo lo que debes… y soñando a medias.
Ahora te pregunto: ¿Cuántos años tienes dedicado a tu profesión, esa que estudiaste de manera formal y por la que recibes dinero? ¿Cuántos años tienes dedicado a tu pasión, esa que aprendiste de manera informal y que haces sin cobrar? ¿De dónde sacaste la mezquina idea de que la primera vale más que la segunda? ¿Cuántas veces al día, tienes que repetirte que no te puedes entregar a hacer lo que quieres porque «tienes que hacer lo que tienes que hacer»?

¿Cuánto te frustras sin siquiera intentarlo?

Victoria Robert

LA VÍCTIMA (El último en enterarse)

Hay personas que desde pequeñas y, por alguna inexplicable razón, han estado involucradas en conflictos, han sido presa fácil para el maltrato, el grito o la humillación gratuita. Y después de haber aprendido a bajar la cabeza ante sus padres, abuelos o figuras de autoridad, han tolerado golpizas de sus compañeros de escuela, intromisiones inaceptables de sus vecinos,  jaladas de orejas de sus maestros. Pero eso no es todo. Después vinieron los jefes, amigos, parejas y mucho más. Más extraño resulta aún, enterarse de que estos sujetos, víctimas por excelencia, terminan siendo señalados de conflictivos, culpables, manipuladores o provocadores. Algunos se preguntarán: ¿qué estará ocurriendo con ellos?, ¿qué injusta fatalidad, la de andar cazando disputas? Estos seres parecen pararrayos, tienen un absurdo imán para la contienda, esa que se hace personal y tienta a los «adversarios», a convertir simples altercados  en «punto de honor».

Puede ocurrir que esta persona, acostumbrada a tragarse las ganas de responder,  amansada en su derecho de hacerse notar y defenderse, exprese con su cuerpo, postura, mirada o el tono de su voz, que está allí para ser vejada. No olvidemos que el cuerpo dice más, mucho más que las palabras. También puede ser que, sin darse cuenta, esta persona, que sólo sabe recibir atención desde el maltrato, haga cosas que, en vez de agradar, provoquen la intolerancia de otros. Y aunque sea obvio para algunos, los procesos internos que nos hacen vivir «en» y «de» la controversia, resultan complejos y pueden ser sumamente dolorosos. Es posible que esta víctima, en vez de defenderse de quienes han sido sus agresores a lo largo de su vida, anda tentando a la pelea para remediar aquí y con otros, lo que no pudo, o no supo resolver en el pasado. Las razones pueden ser infinitas y en realidad no importan, porque no ayudan a quien está entrampado en su propia ira, no reconocida. Podría ser que otros estén viendo algo que ellos no, y si le dieran espacio a la duda, quizá pudieran descubrir que sus creencias, no son hechos. Y entonces, aprendan a ver las cosas desde otras perspectivas. Puede que no les guste, pero no por ello, no es una posibilidad.

A veces estos seres, tildados de difíciles, quizá sólo saben bajar la mirada para lidiar con su rabia, pero con un simple suspiro, o resoplido, o sonrisa forzada, logran descontrolar al otro. Callan, y desencajan a su oponente. Asienten, y se ganan un enemigo. Ocurre también, que una inocente respuesta defensiva, pero que contiene resentimiento y un veneno no concientizado, consiga los inesperados e injustos gritos que creen no haber ganado. También puede que, como les gusta ayudar, andan invadiendo y, por no pedir permiso, terminan sorprendidos con límites violentos o descalificaciones inmerecidas. Pueden ser obstinados, oposicionistas,  procrastinan todo aquello que no les gusta, en vez de decir que no. Son expertos en dar excusas, en culpar y hacer sarcasmo de lo que les duele. Andan por la vida llenos de miedo, hostilizando y sin darse cuenta del daño que se hacen.

Si eres uno de ellos, comprenderás que muchos ataques que recibes, son respuestas a ambigüedades que no has advertido. Es importante que veas que, si más de tres individuos te dicen, por ejemplo: «el cielo es verde», lo menos que puedes hacer, es salir a chequear su color. Así que obsérvate, presta atención a tu relación con los otros, y si te la pasas metido en un conflicto con todos, algo está ocurriendo. Puedes aprender mucho de lo que obtienes, aunque creas que es injusto.

Victoria Robert

EL SEÑOR «YO SÍ SÉ»

Y aquí viene el señor «Yo sí sé», apropiándose de la audiencia, queriendo demostrar su infinita sabiduría, restregándole al vulgo su cultura, sermoneando a los incautos. Aquí viene el «señor enciclopedia», con afán de domador, a ponernos el pie encima con sus pocos, cuántos, libros leídos. Aquí viene el «señor infalible», con su experiencia de vida adquirida en internet. Aquí viene el «señor sabelotodo» con su pompa y pedantería y un sinfín de palabras enredadas para ser dichas con voz engolada. Aquí viene ese «pequeño profesor» a darnos una clase, a decirnos lo que deberíamos hacer, a mostrarnos su gran estatura, disminuyendo la nuestra con evacuaciones de verborrea. Este tipo cabezón, incapaz de sorprenderse, de aprender y sonreír, cuando se siente inadecuado, usa el sarcasmo.

Tiene complejo de amaestrador, interrumpe sin pedir permiso, como si lo que él tiene para aportar, es más interesante. Todo lo explica, es dueño de la última palabra, jamás duda y gusta de corregir o contradecir, solo por el interés de descontrolarnos, para mantener su autoridad sobre sus oyentes. Suele tener el pecho inflado y mirar de arriba abajo, le gusta ver fijamente a los ojos para intimidar a quien pudiera ignorarlo. De andar pausado y vigilante, eleva su cabeza como un periscopio para que nadie resalte sobre él. Un «súper razonador» empedernido, que con argumentos intelectuales, exuda seguridad, para garantizase elogios y aprobación.

Pobre señor «Yo sí sé», maestro de gratis, de respuestas ingeniosas, carente de espíritu y escucha. ¡Pobre!,  porque detrás de sus palabras y arrogancia, no hay un hombre, sino un niño asustado, incompetente para admitir objeciones a su ego inflado por compensación. Un pequeño disfrazado de grande, que no sabe hacer contacto, y que ha envanecido a su cabeza, por encima de su sensibilidad. Un chiquillo creído que, en vez de llorar, avasalla y se queda solo en su mundo de razonamientos fríos y desalmados. ¡Pobre señor «Yo sí sé», tan leído, tan experto, tan sabido y tan vacío! Conoce de conceptos y definiciones, pero se pierde en la acción. Necesita tanto de nuestra atención, que cuando obtiene una legítima, plagada de intimidad, recurre a su repertorio de frases hechas, de frases vanas. ¡Pobre señor cuadriculado, escondido en las faldas de su mente, mientras se pierde la vida!

¿Lo conoce, lo ha visto alguna vez?…  ¿Quiere saber qué hacer cuando lo tenga frente a usted? Primero que nada, ¡cuidado!, estos individuos suelen ser contagiosos. Segundo, ¡cuidado!, estos personajes, son altamente patógenos. Pero si usted es de esas personas inmunes a la soberbia y tiene una autoestima lo suficientemente solvente, sabrá que lo mejor, es no engancharse.

Déjelo sentirse importante, es vital para él.  Luego márchese discretamente, lo más lejos que pueda, porque sujetos como estos, atropellan (con estilo, sí)… pero maltratan.

 

 Victoria Robert

 

NO TE DEJES

Sólo hay un medio para matar los monstruos, aceptarlos.

Julio Cortázar

Te vigila, te somete, te cuestiona y cierra la puerta contigo adentro. Te quita la alegría, te obliga, te  encierra en tu casa, en las cuatro paredes de tu casa, segura y aburrida. Objeta todo cuanto se te ocurre y te pueda divertir. Es una bestia que, acusándote de bestia a ti, te corta las alas, las palabras y el entendimiento. Te convence de lo que debes hacer y te hunde.

Y tú allí, en esa oscuridad desnutrida… marchitas, le crees y te dejas.

Alguien, que ahora es tu dueño y aprendió a regañar como tus padres, mirar como tus abuelos o enseñar como tus maestros, cuida tu puerta de salida, la misma en donde alguna vez  entraste, inocente y confiado. Y te quita los permisos. No te deja pensar por ti, ni hablar con tus palabras, ni aprender nada nuevo. Es un amasijo, un revoltillo de mandatos, negativas, tabúes y restricciones anuladoras, que tiene años macerándose en tu psique y haciendo de tu existencia, un plato muy, muy desabrido.

Te pone trampas, te confunde, te hace dudar de lo que quieres, privilegiando «lo que debes». Dibuja laberintos para que, cuando intentes  sublevarte, te pierdas en bifurcaciones engañosas. A veces no te deja dormir porque te llena de miedos, mientras te convence de que te está protegiendo. Te impide experimentar porque no cree que tus errores, sean buenos mentores.

Es básico que conozcas a este, tu monstruo. Y es indispensable que él te conozca a ti. Porque la etiqueta que te ha colocado, te hace matar tu pasión, tu vigor y tu esperanza. Te incita a ignorar la riqueza de tu sexualidad, te tienta a devorar tu creatividad y, todos los días, te viste con el mismo traje, común al de todos los presos como tú. Eleva tu voz, levanta tu cara y muéstrale tus dientes. Hazlo antes de que te consuma.

Rebélate, desobedece, atrévete a salir del laberinto, hermoso Minotauro enjaulado y sal a la vida. Recuerda, la bestia que eres, es porque otra, socialmente aceptable y rigurosa, aunque no por ello menos cruel, te teme.

No te dejes.

 

Victoria Robert

EL VECINO INDESEABLE

Alguna vez en la vida hemos tenido a un vecino indeseable. Estos sujetos no respetan las normas de la comunidad y trasgreden toda posibilidad de convivencia en armonía con sus semejantes. Ponen música a un volumen insultante y en altas horas de la noche, dejan abiertas las rejas del edificio o la urbanización, reciben en sus casas a personas con aspecto tenebroso e inquietante, echan a la basura objetos que pueden lastimar al encargado de recogerla y cocinan cosas que expiden olores fuertes y desagradables.

¿Y qué suelen hacer los vecinos en casos como estos? Se alarman, se molestan y se quejan entre ellos, mientras esperan que los de la Junta de Condominio o de Vecinos, hagan algo que logre regular el comportamiento inadecuado de este individuo. Lo que no saben, es que los de la Junta también se sienten intimidados tanto o más que ellos, así que por eso han preferido (igual que todos los demás) observarlos desde adentro de sus casas, por el ojo mágico de la puerta o a través de binoculares muy discretos. Nadie le quiere poner el cascabel al gato. Entonces el vecino indeseable, un día, porque si, porque le dio la gana, raya uno de los automóviles. Y como te hiciste el loco porque no fue tu auto al que le saltaron la pintura, unos días después, te mata al perro. Y es él quien le termina poniendo el cascabel a tu gato.

Lamentablemente todos (tú incluido por supuesto), esperaron a que este sujeto vil, llegara a esta ruin demostración de poder. Nadie le puso límites a tiempo y ahora todos están llorando. ¿Qué se supone que debería hacer ahora la comunidad? Como mínimo, obtener pruebas, llamar a la policía, a un juez de paz y organizarse para sacarlo del vecindario ¿no?

Ahora quiero que imagines que ese vecino indeseable, es en realidad… tu inquilino. Muchas veces, en vez de uno, somos dos. Y “Dos”, ese inquilino personal, si no te das cuenta a tiempo de lo dañino que puede ser, tiende a ocupar espacios fundamentales de ti: tus creencias, tus emociones, tu autoconfianza, tu voluntad. Y como no lo puedes echar a la calle porque habita en tu psique, estás atado de manos. Es él quien hace tu comida, maneja tu agenda, tus claves, te suplanta en el trabajo, lleva a tus niños al colegio y se acuesta con tu pareja. ¿No lo crees posible?… pues lamento decirte que sí lo es. ¿O acaso no sabías que esa voz interna que día a día habla en tu cabeza para descalificarte o culparte o juzgarte, es tu inquilino, tu “Dos”? Ese es el que te dice que no hagas “tal o cual cosa”, pero si lo obedeces te califica de cobarde. O al revés, te insta a que tomes riesgos pero si te equivocas, te destroza el alma y la autoestima.

¿Y cómo es que ese inquilino, ese aspecto interno logra dominar tu vida?, lo hace porque te conoce.

¿Qué hacer entonces? Necesitas estar alerta para conocerlo. Saber qué come, a qué hora se levanta y duerme, quiénes son sus amigos, cuáles son sus gustos y debilidades. Necesitas revisar sus llamadas, sus mensajes, su basura. Perseguirlo, acosarlo como él lo hace contigo. Así, cuando estén a mano, cuando lo conozcas tanto como él a ti, sabrás cómo ponerlo en su lugar, cuándo atenderlo, cuándo ignorar sus comentarios, cómo neutralizarlo y, tal vez, también puedas descubrir la manera de convertirlo en tu aliado.

Recuerda que ese inquilino también eres tú. Así que o aprendes a ponerle el cascabel, o un día de estos cuando despiertes, él te habrá dañado a ti y a tus seres más queridos.

 Victoria Robert

 

 

 

 

 

 

LO QUE NO NOS CUENTA EL ESPEJO

¿Cuánto tiempo le dedicas diariamente al espejo, a ese que en vez de aprovechar para verte, usas para disfrazarte?

Hay personas que siendo esclavas de su imagen, invierten tiempo, energía y dinero en ocultar su propio potencial. Pareciera que en vez de apreciar quienes son, dedican sus juicios más brutales contra sí mismos y trabajan para la opinión de los demás, temiendo ser criticados, o anhelando ser aprobados.

Algunos viven para la marca, para el atuendo, para el tamaño de su teléfono o de su carro. Para el club y para el gimnasio, para el tinte o el maquillaje. Otros, viven para los mandatos de los mayores, de las iglesias e instituciones, de la moral más reconocida en su pequeña aldea. Los que se creen más ambiciosos, viven para lo que consideran “éxito”, la palmadita en el hombro, los premios, los ascensos, la notoriedad.

Ninguno de estos “ejemplares” (porque así se promocionan), ha notado que con el costoso perfume que usan, tapan su propio y único olor. Ninguno, ha advertido que mientras más tiempo destina a adivinar lo que al otro le podría gustar, menor tiempo le queda para descubrirse y respetarse. Entonces, buscando admiraciones prestadas, pisotean su propia naturaleza, dejando de ser individuos para convertirse en un producto en serie, igual a todos, sin nada que los distinga y hecho a la medida de sus más feroces inseguridades.

Muchas veces protestamos cuando los adolescentes piden, quieren, exigen que se les compre lo que el amigo, el vecino o el famoso tiene para “no ser menos”, pero ¿de quiénes aprenden? ¿Cuánto no nos muestran ellos de nosotros y nuestra manera de ocultarnos tras la imagen?

Y no se trata de pretender romper el molde haciéndonos de un nuevo patrón de rebeldía que repudia lo que está de moda y rechaza el marketing. Se trata de contar cuántas veces al día nos miramos al espejo para la mentira y cuántas, nos miramos para ver la verdad. Cuántas veces nos miramos para juzgarnos y ocultarnos, y cuántas para conocernos.

Espejos hay muchos, no sólo el de la polvera o el del gabinete del baño. Cada uno de nosotros podemos ser un espejo del otro. Cada objeto preciado puede ser otro reflejo de una necesidad desatendida. Los sueños pueden darnos pistas de lo que no miramos de nosotros cuando estamos despiertos y distraídos en agradar a los demás. Un escrito, un dibujo, un gustoso plato de comida preparado con esmero, son muestras de la riqueza de nuestro mundo interior. La música que escuchamos, los colores que elegimos, las personas a quienes amamos y aquellas a las que elegimos reprobar. Esos espejos son más útiles que esa superficie de cristal cubierta en su lado anterior con una capa de plata, que solemos venerar y que si se rompe, nos sentencia a 7 años de mala suerte.

Entonces, la próxima vez que te mires al espejo pregúntate: ¿a quién estoy mirando?

 

Victoria Robert

RUMIANTES HUMANOS

En ocasiones necesitas dar la cara a situaciones que te  perturban para encontrar la mejor salida pero, como te sientes incapaz o temeroso de entrar en conflictos, empiezas a darle vueltas, una y otra vez, y te conviertes en un rumiante. Pero a diferencia de las vacas, que pasean sus alimentos semi-digeridos por las 4 cavidades de su estómago, regurgitándolo para re-masticarlos y deshacerlos, puede que tú te dediques a perpetuar este proceso por horas, días, y hasta por años.

Entonces te transformas en una vaca psicológica y lejos de conseguir calma, re-visitando tus problemas para encontrar nuevas y audaces soluciones, lo que logras es aumentar tu ansiedad y distorsionar la dimensión de tus dificultades. Y para salvarte de “pelear”, nutres un proceso de gastritis crónica y te produces una dolorosa úlcera psicológica.

La diferencia entre las vacas y quienes cavilan sus pensamientos, es simple: ellas logran destrozar el alimento y digerirlo. En cambio el rumiante psicológico, no sólo no hace un adecuado metabolismo, sino que en vez de procesar sus alimentos, regurgita toxinas. Son vacas enfermas.

Sucede que cuando evitamos confrontar, nos hacemos especialistas en soñar, entonces ideamos mejores escenarios, momentos más oportunos, fantaseamos las respuestas inteligentes que no nos atrevimos a dar, soñamos con la cachetada decisiva o los cuatro gritos ajustados, o la sonrisa más elegante o la estocada triunfadora. Somos unos genios de la fantasía y el invento mientras esperamos que alguien, tal vez un héroe salvador, venga a dar la cara por nosotros para darle fin a lo que nos atormenta y, en definitiva, poder salir airosos.

¿Y por qué invertimos tiempo y energía en rumiar, y acumulamos frustraciones?, porque quien rumia no mastica, traga entero.

Los alimentos físicos, psicológicos, emocionales o espirituales, se ingieren de la misma manera. Así que si usted quiere saber si es un tragador rumiante, obsérvese en el simple acto de comer. ¿No se toma el tiempo necesario, lo hace mientras estudia o trabaja o atiende a los niños? ¿Come de pie, come cualquier cosa o come en exceso? Si es así, no se está nutriendo, se está enfermando, y en vez de dedicarse a la sanidad de sus procesos metabólicos, ocupa su mente y sus emociones en regurgitar “la paja” no digerida.

¿Cómo hacer? Mastique, mastique mastique. Evítese un problema y  atienda sus problemas a tiempo, aunque ello implique cazarse un problema. Tome el riesgo.

Si no lo hace, terminará siendo una vaca angustiada, deprimida y presa de sus fantasías. Y las vacas son seres sanos. En algunos lugares del mundo, hasta son sagrados.

 

Victoria Robert

 

 

LA UTILIDAD DE LA RABIA

La rabia, tu rabia es un excelente activo, único diría yo. ¿Por qué te empeñas en desdeñarla? Quizás alguien te enseñó que expresarla es de mal gusto o cosa de locos. O tal vez cuando estabas a punto de estrenar tu primera pataleta infantil, unos ojos severos, anticipándose a tu explosión, supieron detener tus chillidos alojando en algún rincón de tu alma la prohibición a mostrarla. Entonces aprendiste a decir cuando querías decir no, o a sonreír cuando querías sacar la lengua, o a quedarte con las piernas bien juntitas y apretadas cuando lo que querías era lanzar una patada voladora y marcharte dando un portazo. Y después de haber aprendido a inhibirla, terminaste cambiando gritos, ceños y golpes por unas lágrimas desabridas. Unas lágrimas mentirosas que supones que te protegen, pero en realidad te desarman, te victimizan y te niegan.

Las lágrimas tienen sus momentos, ellas están para asistirte durante el dolor o para ilustrar tu conmoción. Las lágrimas pueden ser hermosas cuando, estando alegre, una sonrisa es poco cosa a la hora de hacerle justicia a tu experiencia. Pero si tienes rabia y lloras, estarás tomando el atajo de la impotencia. Y eso, sólo ayuda al que te daña, no a ti. Eso, sólo ayuda a tu creencia tragada con miedo. Eso, lejos de ayudarte, te enferma.

La rabia no se esconde, no se disuade, no se elimina. La rabia es energía y por lo tanto, ni se crea ni se destruye, ya sabemos que se transforma.

La rabia es un estado afectivo que responde a la vivencia de daño, es una defensa. Nos conecta con nuestra animalidad, nos hace gruñir, mostrar los dientes y poner límites. Si no la expresamos, la transformamos en resentimiento, en amargura (que son oscurecimientos de un alma forzada a callar) o en alteraciones, incluso enfermedades que gritan desde un cuerpo abatido por la indiferencia o la contención.

Es decir, si no le hago al otro lo que le quiero hacer cuando me ha lastimado, si no le muestro que no le voy a permitir avanzar más en su burla o maltrato, si no digo “¡Basta!” y, en cambio,  lo salvo de mi rabia, terminaré atacándome a mí y haciéndome lo que otros merecen.

No se trata de andar lanzando golpes a ciegas al primer descuidado que ande por ahí, dejando que la violencia se apodere de mi voluntad; mucho menos, se trata de desviar el conflicto hacia quien puedo en vez de hacia quien quiero; se trata de agredir, que no es más que avanzar. Cuando la rabia me usa, me violento, y termino destruyendo sin discriminación y sin control. Cuando uso mi rabia, agredo y, entonces, desmenuzo, aprendo, desecho y reconstruyo. Cuando me violento no hago contacto, en cambio, cuando agredo, miro directamente a los ojos del otro (para aceptarlo o para rechazarlo), uso mi voz firme y me hago sentir.

La violencia es rabia irresponsable y si te responsabilizas de ella, agredes. Así que la próxima vez que desdeñes tu rabia derrochándola o inhibiéndola, con alaridos o con lágrimas, por orgullo, o por miedo, pregúntate, ¿en qué lugar de ti dolerás mañana?

Llámalos cuerpo, alma, amor propio, cualquiera de estos espacios, eres tú.

 Victoria Robert