ME SIENTO SOLO

Estoy rodeado de personas que me aprecian, pero me siento solo. Saludo a diario a una suma considerable de conocidos, pero cuando llego a casa, me siento solo. Chateo con muchos amigos en mis redes sociales y aún así, me siento solo. Visito  a mi familia regularmente, pero igual, me siento solo.

Es un vacío, una ansiedad que se instala en mi estómago y no me deja en paz. Se transforma en miedo o en tristeza, y se parece a una necesidad que no he podido bautizar porque no comprendo. Un agujero que intento ocupar con distracciones, compras, comida, amores nuevos, incluso con peleas, pero que no logro llenar. Es un saco sin fondo que me somete y me obliga a especular, a ver si en algún lugar de mi futuro, encuentro la solución. A ver si en algún instante de mi pasado, consigo su origen o explicación. Me la paso inventando consuelos instantáneos y, aunque pensar me desvía un poco del ahogo, al final me angustio más y me confundo.

¿Te reconoces en alguno de estos ejemplos?

¿Quién está alojado en tus vísceras y clama por un poco de atención?

¿Quién te ruega por compañía? Y tú, buscando silenciarlo.

¿Es tan desdeñable ese «otro tú», que insistes en buscarle cualquier custodia, menos la tuya?

Y si es así, ¿cómo pretendes que alguien lo quiera?

A veces es vital detenernos a escuchar nuestra soledad. Aquí. Ahora. Abrir los ojos frente a ese vacío sin nombre que respira en nosotros y nos hace llorar. Sentirlo, indica el camino para aprender de él, es el legítimo reclamo corporal y emocional de tu niño abandonado, ya no por tus padres, o viejos amores. Sino por ti.

Imagina que tienes a tu cargo a un pequeño igual a ti, cuando solías esconder los mocos debajo de la mesa en pleno almuerzo. Tienes que satisfacer sus necesidades, brindarle protección, afecto, enseñarlo, jugar con él y, algunas veces, ponerle límites. Porque si ese chiquillo se siente con la confianza desbordada, querrá hacer de ti su servidor incondicional. Pero si en vez de encargarte de él, se lo dejas a cualquier vecino, al próximo amor o a los amigos, por ejemplo (que ya tienen sus propios niños, además de sus hijos), y lo descuidas… lo estás dejando solo. Si logras visualizarlo, sabrás que luce desamparado. Y eso duele.

No eres tú, adulto ocupado y distraído el que está aislado, es tu pequeño que ha encontrado en la angustia que te produce, una fisura en tu conciencia irresponsable para que lo ayudes.

Así que la próxima vez que te sientas solo, cállate. Escucha. Dirige tu atención a tu corazón agitado, a tu abatimiento, a tus suspiros insaciables de aire fresco y observa tu aturdimiento. Verás que no es soledad. La soledad es silenciosa y serena. En cambio la desolación, grita.

Cuando te des cuenta lo que le haces, no podrás evitar correr a abrazar a tu pequeño. Solo así podrás estar tranquilo para darle la confianza de ser merecedor del afecto de terceros. Entonces, esos terceros, en vez de huirle a tu dependencia afectiva, podrían ser condimentos cautivadores que inunden tu existencia de pura novedad.

Bríndate la oportunidad de descubrir que estar solo, es la mejor manera de estar acompañado.

 Victoria Robert

¿QUÉ HAGO CON MI VIDA?

Cada persona que acude a terapia, trae consigo esta interrogante: ¿Qué hago con mi vida? ¿Qué elijo ante determinado dilema? ¿Qué puedo hacer conmigo?

El psicoterapeuta sabe que todas las respuestas la parirá quien elabora la pregunta, pero hasta que no tome conciencia de cómo está viviendo, evitando o interrumpiéndose, no podrá avanzar. Cuando el paciente entra a consulta, aunque no lo aclare, espera del psicoterapeuta una guía, información e incluso consejos. Confía en su psicoterapeuta más que en él y quiere «salidas rápidas» o «fórmulas sencillas» para encarar su vida. Pero para que la existencia sea plena, es necesario conocerse. Y eso va más allá del uso de «herramientas» a las que suelen aludir libros de «recetas», bien intencionados, pero muchas veces inefectivos. Las transformaciones humanas no se producen por decretos, deseos o un patrón de pasos a seguir por todos y por igual. Somos seres sensibles dotados de complejidad. Los cambios se dan cuando el organismo está listo. Y cada ritmo es único. Cada proceso es absolutamente individual.

Afrontar ese desconcertante « ¿qué hago con mi vida?», encarar el rumbo hacia el descubrimiento de múltiples respuestas (sin atajos), puede ser una experiencia enriquecedora, aunque forzosamente confrontadora.

¿Cómo es que no sé qué hacer con mi vida? Si es mía, si me pertenece, si soy yo quien la ha construido, alterado, sustentado. Pues sí, muchas veces pasa. Hay períodos en donde se pierde el norte. Entonces, es necesario detenerse para conocer y depurar los aspectos internos que están entorpeciendo la calidad de nuestras relaciones, primero con nosotros mismos, y, en consecuencia, con el mundo. Ocurre que de tanto esperar que el universo o el azar, se encarguen de una vida que nosotros mismos hemos desatendido, terminamos olvidando el camino. Y nos perdemos.

Pero no importa. Fíjese que en esta pregunta que usted se hace, más a menudo de lo que desearía, está contenida la respuesta. Es una conclusión general claro, pero muestra la punta de la madeja que solamente usted puede desenredar.

« ¿Qué hago con mi vida?», es una interrogante que devela interés, supone una necesidad y expresa fragilidad.

Puede convertirse también en una exclamación:

« ¡Qué hago con mi vida!» Lo confronta, lo exhorta a cambiar.

Y si la convierte en una afirmación, «Yo hago con mi vida», sabrá que es usted el que  la forja, que su vida es suya y que nadie, ni el psicoterapeuta, puede hacer «pipí» por usted.

Necesitará tiempo para sumergirse en las profundidades de su mente confundida y su alma rota. Necesitará prepararse para asumir las responsabilidades de los cambios que impone el crecimiento. Y necesitará descubrir su propio camino.

Pero créame, lo que en un principio empieza siendo una tarea vital: ir a psicoterapia para «salir del foso», con el tiempo se transforma en una actividad que se hace por placer y fascinación.

Porque la psicoterapia, es un encuentro entre dos seres que saben, al menos intuyen, que el crecimiento es de ida y vuelta.

Victoria Robert

LA VÍCTIMA (El último en enterarse)

Hay personas que desde pequeñas y, por alguna inexplicable razón, han estado involucradas en conflictos, han sido presa fácil para el maltrato, el grito o la humillación gratuita. Y después de haber aprendido a bajar la cabeza ante sus padres, abuelos o figuras de autoridad, han tolerado golpizas de sus compañeros de escuela, intromisiones inaceptables de sus vecinos,  jaladas de orejas de sus maestros. Pero eso no es todo. Después vinieron los jefes, amigos, parejas y mucho más. Más extraño resulta aún, enterarse de que estos sujetos, víctimas por excelencia, terminan siendo señalados de conflictivos, culpables, manipuladores o provocadores. Algunos se preguntarán: ¿qué estará ocurriendo con ellos?, ¿qué injusta fatalidad, la de andar cazando disputas? Estos seres parecen pararrayos, tienen un absurdo imán para la contienda, esa que se hace personal y tienta a los «adversarios», a convertir simples altercados  en «punto de honor».

Puede ocurrir que esta persona, acostumbrada a tragarse las ganas de responder,  amansada en su derecho de hacerse notar y defenderse, exprese con su cuerpo, postura, mirada o el tono de su voz, que está allí para ser vejada. No olvidemos que el cuerpo dice más, mucho más que las palabras. También puede ser que, sin darse cuenta, esta persona, que sólo sabe recibir atención desde el maltrato, haga cosas que, en vez de agradar, provoquen la intolerancia de otros. Y aunque sea obvio para algunos, los procesos internos que nos hacen vivir «en» y «de» la controversia, resultan complejos y pueden ser sumamente dolorosos. Es posible que esta víctima, en vez de defenderse de quienes han sido sus agresores a lo largo de su vida, anda tentando a la pelea para remediar aquí y con otros, lo que no pudo, o no supo resolver en el pasado. Las razones pueden ser infinitas y en realidad no importan, porque no ayudan a quien está entrampado en su propia ira, no reconocida. Podría ser que otros estén viendo algo que ellos no, y si le dieran espacio a la duda, quizá pudieran descubrir que sus creencias, no son hechos. Y entonces, aprendan a ver las cosas desde otras perspectivas. Puede que no les guste, pero no por ello, no es una posibilidad.

A veces estos seres, tildados de difíciles, quizá sólo saben bajar la mirada para lidiar con su rabia, pero con un simple suspiro, o resoplido, o sonrisa forzada, logran descontrolar al otro. Callan, y desencajan a su oponente. Asienten, y se ganan un enemigo. Ocurre también, que una inocente respuesta defensiva, pero que contiene resentimiento y un veneno no concientizado, consiga los inesperados e injustos gritos que creen no haber ganado. También puede que, como les gusta ayudar, andan invadiendo y, por no pedir permiso, terminan sorprendidos con límites violentos o descalificaciones inmerecidas. Pueden ser obstinados, oposicionistas,  procrastinan todo aquello que no les gusta, en vez de decir que no. Son expertos en dar excusas, en culpar y hacer sarcasmo de lo que les duele. Andan por la vida llenos de miedo, hostilizando y sin darse cuenta del daño que se hacen.

Si eres uno de ellos, comprenderás que muchos ataques que recibes, son respuestas a ambigüedades que no has advertido. Es importante que veas que, si más de tres individuos te dicen, por ejemplo: «el cielo es verde», lo menos que puedes hacer, es salir a chequear su color. Así que obsérvate, presta atención a tu relación con los otros, y si te la pasas metido en un conflicto con todos, algo está ocurriendo. Puedes aprender mucho de lo que obtienes, aunque creas que es injusto.

Victoria Robert

EL SEÑOR «YO SÍ SÉ»

Y aquí viene el señor «Yo sí sé», apropiándose de la audiencia, queriendo demostrar su infinita sabiduría, restregándole al vulgo su cultura, sermoneando a los incautos. Aquí viene el «señor enciclopedia», con afán de domador, a ponernos el pie encima con sus pocos, cuántos, libros leídos. Aquí viene el «señor infalible», con su experiencia de vida adquirida en internet. Aquí viene el «señor sabelotodo» con su pompa y pedantería y un sinfín de palabras enredadas para ser dichas con voz engolada. Aquí viene ese «pequeño profesor» a darnos una clase, a decirnos lo que deberíamos hacer, a mostrarnos su gran estatura, disminuyendo la nuestra con evacuaciones de verborrea. Este tipo cabezón, incapaz de sorprenderse, de aprender y sonreír, cuando se siente inadecuado, usa el sarcasmo.

Tiene complejo de amaestrador, interrumpe sin pedir permiso, como si lo que él tiene para aportar, es más interesante. Todo lo explica, es dueño de la última palabra, jamás duda y gusta de corregir o contradecir, solo por el interés de descontrolarnos, para mantener su autoridad sobre sus oyentes. Suele tener el pecho inflado y mirar de arriba abajo, le gusta ver fijamente a los ojos para intimidar a quien pudiera ignorarlo. De andar pausado y vigilante, eleva su cabeza como un periscopio para que nadie resalte sobre él. Un «súper razonador» empedernido, que con argumentos intelectuales, exuda seguridad, para garantizase elogios y aprobación.

Pobre señor «Yo sí sé», maestro de gratis, de respuestas ingeniosas, carente de espíritu y escucha. ¡Pobre!,  porque detrás de sus palabras y arrogancia, no hay un hombre, sino un niño asustado, incompetente para admitir objeciones a su ego inflado por compensación. Un pequeño disfrazado de grande, que no sabe hacer contacto, y que ha envanecido a su cabeza, por encima de su sensibilidad. Un chiquillo creído que, en vez de llorar, avasalla y se queda solo en su mundo de razonamientos fríos y desalmados. ¡Pobre señor «Yo sí sé», tan leído, tan experto, tan sabido y tan vacío! Conoce de conceptos y definiciones, pero se pierde en la acción. Necesita tanto de nuestra atención, que cuando obtiene una legítima, plagada de intimidad, recurre a su repertorio de frases hechas, de frases vanas. ¡Pobre señor cuadriculado, escondido en las faldas de su mente, mientras se pierde la vida!

¿Lo conoce, lo ha visto alguna vez?…  ¿Quiere saber qué hacer cuando lo tenga frente a usted? Primero que nada, ¡cuidado!, estos individuos suelen ser contagiosos. Segundo, ¡cuidado!, estos personajes, son altamente patógenos. Pero si usted es de esas personas inmunes a la soberbia y tiene una autoestima lo suficientemente solvente, sabrá que lo mejor, es no engancharse.

Déjelo sentirse importante, es vital para él.  Luego márchese discretamente, lo más lejos que pueda, porque sujetos como estos, atropellan (con estilo, sí)… pero maltratan.

 

 Victoria Robert

 

LO QUE NO NOS CUENTA EL ESPEJO

¿Cuánto tiempo le dedicas diariamente al espejo, a ese que en vez de aprovechar para verte, usas para disfrazarte?

Hay personas que siendo esclavas de su imagen, invierten tiempo, energía y dinero en ocultar su propio potencial. Pareciera que en vez de apreciar quienes son, dedican sus juicios más brutales contra sí mismos y trabajan para la opinión de los demás, temiendo ser criticados, o anhelando ser aprobados.

Algunos viven para la marca, para el atuendo, para el tamaño de su teléfono o de su carro. Para el club y para el gimnasio, para el tinte o el maquillaje. Otros, viven para los mandatos de los mayores, de las iglesias e instituciones, de la moral más reconocida en su pequeña aldea. Los que se creen más ambiciosos, viven para lo que consideran “éxito”, la palmadita en el hombro, los premios, los ascensos, la notoriedad.

Ninguno de estos “ejemplares” (porque así se promocionan), ha notado que con el costoso perfume que usan, tapan su propio y único olor. Ninguno, ha advertido que mientras más tiempo destina a adivinar lo que al otro le podría gustar, menor tiempo le queda para descubrirse y respetarse. Entonces, buscando admiraciones prestadas, pisotean su propia naturaleza, dejando de ser individuos para convertirse en un producto en serie, igual a todos, sin nada que los distinga y hecho a la medida de sus más feroces inseguridades.

Muchas veces protestamos cuando los adolescentes piden, quieren, exigen que se les compre lo que el amigo, el vecino o el famoso tiene para “no ser menos”, pero ¿de quiénes aprenden? ¿Cuánto no nos muestran ellos de nosotros y nuestra manera de ocultarnos tras la imagen?

Y no se trata de pretender romper el molde haciéndonos de un nuevo patrón de rebeldía que repudia lo que está de moda y rechaza el marketing. Se trata de contar cuántas veces al día nos miramos al espejo para la mentira y cuántas, nos miramos para ver la verdad. Cuántas veces nos miramos para juzgarnos y ocultarnos, y cuántas para conocernos.

Espejos hay muchos, no sólo el de la polvera o el del gabinete del baño. Cada uno de nosotros podemos ser un espejo del otro. Cada objeto preciado puede ser otro reflejo de una necesidad desatendida. Los sueños pueden darnos pistas de lo que no miramos de nosotros cuando estamos despiertos y distraídos en agradar a los demás. Un escrito, un dibujo, un gustoso plato de comida preparado con esmero, son muestras de la riqueza de nuestro mundo interior. La música que escuchamos, los colores que elegimos, las personas a quienes amamos y aquellas a las que elegimos reprobar. Esos espejos son más útiles que esa superficie de cristal cubierta en su lado anterior con una capa de plata, que solemos venerar y que si se rompe, nos sentencia a 7 años de mala suerte.

Entonces, la próxima vez que te mires al espejo pregúntate: ¿a quién estoy mirando?

 

Victoria Robert

RUMIANTES HUMANOS

En ocasiones necesitas dar la cara a situaciones que te  perturban para encontrar la mejor salida pero, como te sientes incapaz o temeroso de entrar en conflictos, empiezas a darle vueltas, una y otra vez, y te conviertes en un rumiante. Pero a diferencia de las vacas, que pasean sus alimentos semi-digeridos por las 4 cavidades de su estómago, regurgitándolo para re-masticarlos y deshacerlos, puede que tú te dediques a perpetuar este proceso por horas, días, y hasta por años.

Entonces te transformas en una vaca psicológica y lejos de conseguir calma, re-visitando tus problemas para encontrar nuevas y audaces soluciones, lo que logras es aumentar tu ansiedad y distorsionar la dimensión de tus dificultades. Y para salvarte de “pelear”, nutres un proceso de gastritis crónica y te produces una dolorosa úlcera psicológica.

La diferencia entre las vacas y quienes cavilan sus pensamientos, es simple: ellas logran destrozar el alimento y digerirlo. En cambio el rumiante psicológico, no sólo no hace un adecuado metabolismo, sino que en vez de procesar sus alimentos, regurgita toxinas. Son vacas enfermas.

Sucede que cuando evitamos confrontar, nos hacemos especialistas en soñar, entonces ideamos mejores escenarios, momentos más oportunos, fantaseamos las respuestas inteligentes que no nos atrevimos a dar, soñamos con la cachetada decisiva o los cuatro gritos ajustados, o la sonrisa más elegante o la estocada triunfadora. Somos unos genios de la fantasía y el invento mientras esperamos que alguien, tal vez un héroe salvador, venga a dar la cara por nosotros para darle fin a lo que nos atormenta y, en definitiva, poder salir airosos.

¿Y por qué invertimos tiempo y energía en rumiar, y acumulamos frustraciones?, porque quien rumia no mastica, traga entero.

Los alimentos físicos, psicológicos, emocionales o espirituales, se ingieren de la misma manera. Así que si usted quiere saber si es un tragador rumiante, obsérvese en el simple acto de comer. ¿No se toma el tiempo necesario, lo hace mientras estudia o trabaja o atiende a los niños? ¿Come de pie, come cualquier cosa o come en exceso? Si es así, no se está nutriendo, se está enfermando, y en vez de dedicarse a la sanidad de sus procesos metabólicos, ocupa su mente y sus emociones en regurgitar “la paja” no digerida.

¿Cómo hacer? Mastique, mastique mastique. Evítese un problema y  atienda sus problemas a tiempo, aunque ello implique cazarse un problema. Tome el riesgo.

Si no lo hace, terminará siendo una vaca angustiada, deprimida y presa de sus fantasías. Y las vacas son seres sanos. En algunos lugares del mundo, hasta son sagrados.

 

Victoria Robert

 

 

LA UTILIDAD DE LA RABIA

La rabia, tu rabia es un excelente activo, único diría yo. ¿Por qué te empeñas en desdeñarla? Quizás alguien te enseñó que expresarla es de mal gusto o cosa de locos. O tal vez cuando estabas a punto de estrenar tu primera pataleta infantil, unos ojos severos, anticipándose a tu explosión, supieron detener tus chillidos alojando en algún rincón de tu alma la prohibición a mostrarla. Entonces aprendiste a decir cuando querías decir no, o a sonreír cuando querías sacar la lengua, o a quedarte con las piernas bien juntitas y apretadas cuando lo que querías era lanzar una patada voladora y marcharte dando un portazo. Y después de haber aprendido a inhibirla, terminaste cambiando gritos, ceños y golpes por unas lágrimas desabridas. Unas lágrimas mentirosas que supones que te protegen, pero en realidad te desarman, te victimizan y te niegan.

Las lágrimas tienen sus momentos, ellas están para asistirte durante el dolor o para ilustrar tu conmoción. Las lágrimas pueden ser hermosas cuando, estando alegre, una sonrisa es poco cosa a la hora de hacerle justicia a tu experiencia. Pero si tienes rabia y lloras, estarás tomando el atajo de la impotencia. Y eso, sólo ayuda al que te daña, no a ti. Eso, sólo ayuda a tu creencia tragada con miedo. Eso, lejos de ayudarte, te enferma.

La rabia no se esconde, no se disuade, no se elimina. La rabia es energía y por lo tanto, ni se crea ni se destruye, ya sabemos que se transforma.

La rabia es un estado afectivo que responde a la vivencia de daño, es una defensa. Nos conecta con nuestra animalidad, nos hace gruñir, mostrar los dientes y poner límites. Si no la expresamos, la transformamos en resentimiento, en amargura (que son oscurecimientos de un alma forzada a callar) o en alteraciones, incluso enfermedades que gritan desde un cuerpo abatido por la indiferencia o la contención.

Es decir, si no le hago al otro lo que le quiero hacer cuando me ha lastimado, si no le muestro que no le voy a permitir avanzar más en su burla o maltrato, si no digo “¡Basta!” y, en cambio,  lo salvo de mi rabia, terminaré atacándome a mí y haciéndome lo que otros merecen.

No se trata de andar lanzando golpes a ciegas al primer descuidado que ande por ahí, dejando que la violencia se apodere de mi voluntad; mucho menos, se trata de desviar el conflicto hacia quien puedo en vez de hacia quien quiero; se trata de agredir, que no es más que avanzar. Cuando la rabia me usa, me violento, y termino destruyendo sin discriminación y sin control. Cuando uso mi rabia, agredo y, entonces, desmenuzo, aprendo, desecho y reconstruyo. Cuando me violento no hago contacto, en cambio, cuando agredo, miro directamente a los ojos del otro (para aceptarlo o para rechazarlo), uso mi voz firme y me hago sentir.

La violencia es rabia irresponsable y si te responsabilizas de ella, agredes. Así que la próxima vez que desdeñes tu rabia derrochándola o inhibiéndola, con alaridos o con lágrimas, por orgullo, o por miedo, pregúntate, ¿en qué lugar de ti dolerás mañana?

Llámalos cuerpo, alma, amor propio, cualquiera de estos espacios, eres tú.

 Victoria Robert