La consulta terapéutica es un espacio privilegiado para quienes somos requeridos. Para ambos en realidad, pues quien pide consulta, por muy dolorosa que sea la aventura de zambullirse en sus profundidades, siempre recupera algo de sí. Lo hace porque necesita crecer y aprender a valerse por sí mismo en una vida que (más allá de los esfuerzos que hayan hecho los adultos que una vez lo guiaron) no trae manual de instrucciones. Pero la silla del terapeuta suele tener un particular poder otorgado por los pacientes que acuden en busca de ayuda, creyendo que quien la ocupa, ya aprendió, ya aprobó con mención honorífica, las lecciones correspondientes a «Vida 1, 2, 3 y 4 a la n», como asignaturas obligatorias. Además están el resto de las materias electivas adicionales como: pareja, trabajo, padres e hijos, por mencionar las más comunes. Entonces asumen que estamos elevados y, que como tenemos influencias importantes con los sabios celestiales, poseemos la clave para que sean más felices y no esa suerte de madeja enredada y maloliente en la que se ha convertido su existencia, hasta en los rincones más deshabitados de su cotidianidad. Es un privilegio y también una responsabilidad. La mayoría de las veces, nos encontramos con personas vestidas de hombres y mujeres grandes pero muy frágiles, a los que primero hay que acompañarlos a conocer las callosidades de su espíritu, para que aprendan a limarlas, luego ablandarlas y finalmente apreciarse. A partir de allí, lo que sigue es atreverse a cambiar, asumiendo los riesgos de ser quienes son y serán.
La consulta terapéutica, aunque brinda las oportunidades para aprender a sentirse seguro en las infinitas decisiones que comprometen el porvenir, no blinda al paciente. Más bien le muestra que es ineludible exponerse, si es que quiere tener una vida plena (con altos y bajos sí), pero completa.
Entonces recibimos a seres confundidos, perdidos entre miles de preguntas y respuestas que los hunden en el abismo del «no sé». Así, vienen los buenos a ultranza, los vivos sin sensibilidad, los que perdonan por decreto para evitar conflictos, los que perdieron la esperanza. Son seres desconocidos para sí mismos. Entran a terapia justificando su fragmentación, manipulando para obtener cambios afuera sin cambiar adentro. Amputaron aspectos vitales de su personalidad y pretenden, así mutilados, que el entorno les brinde las soluciones, muletas o prótesis y, además, que no se note. Una suerte de hombres y mujeres con «alma biónica» que esperan salir como nuevos y «sin defectos». Como si ese patrimonio al que juzgan como máculas a esconder, no fuese el soporte de sus atributos y, a veces, su auténtica virtud.
Suelo ver a algunos de mis pacientes como si estuvieran inconclusos. Por ejemplo: al que no reconoce su rabia, lo imagino sin hígado, a quien se le cayó en alguna parte del camino la alegría o la compasión, lo visualizo sin corazón, al que es puro miedo y no encuentra valor, luce ante mí sin piernas, al que es pura bondad e indefensión, carece de dientes y muchas veces, hay pacientes que entran sin cuerpo, apenas una cabeza flotante recorre el espacio terapéutico, sin poder sentarse y descansar.
Y con el transcurrir de las sesiones, cuando empieza a darse la alquimia, y entre los dos, alumbramos nuestro re-nacimiento para ver cómo uno de sus muñones emocionales empieza a crecer, me pongo muy feliz. Y entonces, los veo salir por la puerta cada vez más preparados para encarar sus desafíos, cada vez más enteros, más vivos.
Y yo me quedo sentada en mi silla, mi hermosa y humilde silla de aprendiz, que me ha dado la fortuna de ser parte del camino de estos seres, para también reunir mis propios fragmentos y crecer en esos encuentros… entre tú y yo.
Victoria Robert





Tienes más de una década dedicado a tu trabajo. Estudiaste para ser un profesional íntegro, y tus padres, que tantas ilusiones pusieron en ti, se sienten hoy plenamente satisfechos. Recibes una remuneración adecuada y gozas del reconocimiento de tus colegas y superiores. Eres un excelente candidato para aumentos, ascensos, privilegios y, gracias a eso, tu familia, la de origen y la que ahora construyes, está segura y provista. Viajes, colegio, ropa, esparcimiento y hasta algunos lujos, están garantizados.
Hay personas que desde pequeñas y, por alguna inexplicable razón, han estado involucradas en conflictos, han sido presa fácil para el maltrato, el grito o la humillación gratuita. Y después de haber aprendido a bajar la cabeza ante sus padres, abuelos o figuras de autoridad, han tolerado golpizas de sus compañeros de escuela, intromisiones inaceptables de sus vecinos, jaladas de orejas de sus maestros. Pero eso no es todo. Después vinieron los jefes, amigos, parejas y mucho más. Más extraño resulta aún, enterarse de que estos sujetos, víctimas por excelencia, terminan siendo señalados de conflictivos, culpables, manipuladores o provocadores. Algunos se preguntarán: ¿qué estará ocurriendo con ellos?, ¿qué injusta fatalidad, la de andar cazando disputas? Estos seres parecen pararrayos, tienen un absurdo imán para la contienda, esa que se hace personal y tienta a los «adversarios», a convertir simples altercados en «punto de honor».
A veces estos seres, tildados de difíciles, quizá sólo saben bajar la mirada para lidiar con su rabia, pero con un simple suspiro, o resoplido, o sonrisa forzada, logran descontrolar al otro. Callan, y desencajan a su oponente. Asienten, y se ganan un enemigo. Ocurre también, que una inocente respuesta defensiva, pero que contiene resentimiento y un veneno no concientizado, consiga los inesperados e injustos gritos que creen no haber ganado. También puede que, como les gusta ayudar, andan invadiendo y, por no pedir permiso, terminan sorprendidos con límites violentos o descalificaciones inmerecidas. Pueden ser obstinados, oposicionistas, procrastinan todo aquello que no les gusta, en vez de decir que no. Son expertos en dar excusas, en culpar y hacer sarcasmo de lo que les duele. Andan por la vida llenos de miedo, hostilizando y sin darse cuenta del daño que se hacen.
Ahora quiero que imagines que ese vecino indeseable, es en realidad… tu inquilino. Muchas veces, en vez de uno, somos dos. Y “Dos”, ese inquilino personal, si no te das cuenta a tiempo de lo dañino que puede ser, tiende a ocupar espacios fundamentales de ti: tus creencias, tus emociones, tu autoconfianza, tu voluntad. Y como no lo puedes echar a la calle porque habita en tu psique, estás atado de manos. Es él quien hace tu comida, maneja tu agenda, tus claves, te suplanta en el trabajo, lleva a tus niños al colegio y se acuesta con tu pareja. ¿No lo crees posible?… pues lamento decirte que sí lo es. ¿O acaso no sabías que esa voz interna que día a día habla en tu cabeza para descalificarte o culparte o juzgarte, es tu inquilino, tu “Dos”? Ese es el que te dice que no hagas “tal o cual cosa”, pero si lo obedeces te califica de cobarde. O al revés, te insta a que tomes riesgos pero si te equivocas, te destroza el alma y la autoestima.
Y no se trata de pretender romper el molde haciéndonos de un nuevo patrón de rebeldía que repudia lo que está de moda y rechaza el marketing. Se trata de contar cuántas veces al día nos miramos al espejo para la mentira y cuántas, nos miramos para ver la verdad. Cuántas veces nos miramos para juzgarnos y ocultarnos, y cuántas para conocernos.
No se trata de andar lanzando golpes a ciegas al primer descuidado que ande por ahí, dejando que la violencia se apodere de mi voluntad; mucho menos, se trata de desviar el conflicto hacia quien puedo en vez de hacia quien quiero; se trata de agredir, que no es más que avanzar. Cuando la rabia me usa, me violento, y termino destruyendo sin discriminación y sin control. Cuando uso mi rabia, agredo y, entonces, desmenuzo, aprendo, desecho y reconstruyo. Cuando me violento no hago contacto, en cambio, cuando agredo, miro directamente a los ojos del otro (para aceptarlo o para rechazarlo), uso mi voz firme y me hago sentir.