Está bien, tienes miedo. Eres una muchachona o un grandulón muerto de miedo ¿Y qué? ¿Acaso eres el único?
Razones para estar asustados hay miles. ¿No eres humano, un ser susceptible de ser vulnerado? ¿Cuántas amenazas a tu integridad enfrentas a diario? Infinitas. Apremios cotidianos o peligros excepcionales. Continuamente estamos expuestos a sufrir un cambio de timón no previsto y nos encontramos ante la incertidumbre totalmente desprovistos. Pero estamos tan acostumbrados a vencer obstáculos de rutina, tan insensibilizados al riesgo común, que hemos olvidado lo valientes que somos. Así que cuando aparecen situaciones nuevas que no hemos aprendido a manejar, nos asustamos. Y está bien. Sobresaltarse no solo es válido, muchas veces es necesario. Esta alteración es una luz roja, una sirena escandalosa que nos advierte de los peligros que atentan nuestra seguridad, una alarma que activa nuestros recursos de protección. Si no sintiéramos miedo, no tendríamos el impulso de resguardarnos, y mucho menos de defendernos ante los incontables atropellos a nuestra subsistencia. Es una experiencia que nos impulsa a adaptarnos. Pero una cosa es afectarnos y otra muy diferente es vivir inseguro. La primera es una reacción involuntaria, la segunda es un hábito aprendido.
Sentir miedo no necesariamente nos hace miedosos. El miedo es un estado afectivo natural, tanto como la tristeza, la rabia o la alegría. Y hay muchas gradaciones: está el breve y repentino susto que se parece más a la sorpresa, nuestra reacción natural a lo inesperado. Pero también experimentamos aprehensión, que es un estado de desconfianza generado por experiencias displacenteras del pasado, que nos han enseñado a ser recelosos. El temor va de la mano con la anterior, y está asociado a fantasías catastróficas. Ambos pertenecen al terreno de la expectativa, del «¿y sí?», esa especie de lapso temporal inexistente que nos secuestra de nuestro presente. El ahora es nuestro único punto en donde sí podemos atender las emergencias (en caso de que estas sucedan), si tuviéramos nuestros sentidos disponibles, en vez de estar distraídos con eventos del pasado o el futuro. Es aquí cuando, en vez de enfrentar la realidad que pudiera estar afectándonos, entramos en la esfera de la angustia, de la ansiedad, en ese estado permanente de tormento que nos desarma, porque pareciera que la solución que necesitamos, viene de afuera de nosotros, es decir, no está en nuestras manos. Pero mucho más intenso es el terror o el pavor que nos paraliza. El pánico que, una vez que se desencadena, propicia el descontrol, y lejos de protegernos, nos pone en peligro. Y está la fobia, que más que un tipo de temor, es un trastorno que requiere de tratamiento.
Se suele usar el miedo para descalificar a quien lo siente. Se le tilda de cobarde. Pero no. Si yo te digo que en este momento en el que estamos conversando y estás leyendo estas líneas, hay un extraño parado detrás de ti y te observa de manera sospechosa, o una sombra que se esconde sinuosa para acecharte cuando menos lo esperes, puede que te rías, pero si fuese verdad, si por un segundo esto te sucediera, te asustarías. ¿Eres cobarde por eso? Yo diría que no, más bien me atrevería a asegurar que además de contar con una extraordinaria imaginación, posees un sentido de alerta que te mantiene vivo y a salvo.
Pero si bien necesitamos del miedo, también es importante hacer uso de él, en vez de que éste se apodere de nuestras vidas. Cuando lo convertimos en un dique existencial para amurallarnos, es cuando nos lastima, porque nos castra, nos amputa la capacidad de riesgo. Entonces para aprender a vivir con él y hacerlo un aliado, cuando éste aparezca y te erice la piel, arráigate, pon los pies sobre la tierra y respira profundamente. Así recobrarás tu sentido de realidad y podrás seguir adelante.
Y si sabes que cuando estás asustado, lo que te ocurre en ese instante es que eres otra vez un niño que necesita de un grande que lo tome de la mano, tendrás la paciencia necesaria para recobrar tu tamaño.