LA DEUDA

Los deberes son tareas que, si bien aprendimos a organizar desde pequeños, en casa, una vez que somos adultos, son labores autoimpuestas. Los compromisos y algunas obligaciones, pretenden brindarnos estructura para cumplir con ciertas pautas, metas y objetivos. Pero cuando el «yo debo»  dirige nuestra agenda, pudiera haber un problema. Si el deber protagoniza nuestra existencia y se apropia de nuestra voluntad, nos convierte en deudores con riesgo permanente de insolvencia. Y es que ese mandato inconsciente, esa especie de herencia en negativo, es un  acreedor insaciable.

Hay tantos deberes en común, que podríamos hacer una base de datos universal, a la que (para evitar la culpa por no estar haciendo algo) echar mano cuando, por descuido, tengamos algún tiempo libre. Pudiéramos clasificar las deudas en diferentes rubros, por ejemplo: deberes materiales, morales, emocionales y, por supuesto, espirituales, todo ordenado y al alcance de los buenos del mundo que, para poder dormir en paz, «deben ser… algo que no necesariamente quieren».

 

Revisemos: cumplir con las normas, ser dedicado, considerado y amable, son deberes clásicos que involucran un comportamiento adecuado, pero no resultan productivos. ¿Y qué me dicen de los deberes morales? Cuando ser decente, íntegro u honesto es un deber, es porque en el fondo habita escondido un potencial desobediente e indigno. ¿O acaso los valores se obligan? … Otro de los deberes más populares es el de buen hijo, o buen padre, o buen esposo (a), o buen «etc.», es un deber rentable, pero solo para los destinatarios, y entra dentro de la categoría de deberes afectivos. Ser sensible o cabeza fría según la ocasión, es un deber que bien empleado, será objeto de muchas palmaditas en la espalda, pero tampoco reviste ningún tipo de beneficio financiero para el «pagador». Así que nos queda el deber de la eficiencia, la exigencia, el trabajo, el esfuerzo, entre otros por el estilo, que, si bien procura cierta retribución en metálico, estará destinada a la atención de deberes morales, emocionales y ciudadanos. Pareciera que estamos emboscados por los antojos de un «deber ser», que nos obliga a pagar deudas que no hemos adquirido, sin la más mínima ganancia.

¿Y para qué? ¿Para ser aprobados, para sentirnos correctos o quedar bien? ¿Con quién? ¿A quién o a quienes le debemos tanto, que lanzamos nuestra vida, nuestro tiempo y hasta nuestra paz, en el saco sin fondo de los «tengo que»? Porque tener, nos hace dueños, pero «tener que», nos convierte en sirvientes.

Es un asunto de sentido común. Si «debo», si «tengo que», es porque estoy obligado, y si estoy obligado es porque no quiero. Y cuando mis acciones son el resultado de una imposición por parte de esa especie de acreedor interno, de ese déspota que solo piensa en los demás, o en su imagen ante los demás, la rebeldía, que lleva años doblegada en las sombras, podría salir en el momento menos esperado.

¿Te has puesto a contar cuántos «debo» o «tengo que» pronuncias al día? Te sorprenderías. Si haces el ejercicio, observa si alguna de esas exigencias te favorece. Espero que no te decepciones, pero si eres un deudor, tus compromisos con lo que está fuera de ti, compite y le gana a la satisfacción de tus necesidades y deseos. Eres tú contra ti. Tú, contra un container de facturas que heredaste de antepasados, y aceptaste sin chistar.

Hipotecaste tu vida y ahora estás en deuda contigo. ¿Quién eres, tras ese atuendo de pagador automático? ¿Cómo respiras, cómo son los latidos de tu corazón cuando te emocionas? ¿A qué sabe tu boca, cómo es la temperatura de tu aliento, o la textura de tus manos? ¿Qué sueñas, qué anhelas, cómo es tu sonrisa?

¿Te sientes capaz de responder estas simples preguntas, o quieres seguir honrando deudas que no son tuyas?

Victoria Robert

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