Solías desplegarlas con gran habilidad cuando correteabas por jardines y parques, cuando le permitías al mar lavarlas con su espuma, cuando disfrutabas llenándolas de polvo y mugre si se te ocurría lanzarte bajo la lluvia de caramelos de las piñatas de tu infancia. Con ellas pudiste rebelarte, probar experiencias prohibidas y gracias a ellas saliste con algunos rasguños, pero a tiempo. Te iniciaron en tu camino de ser mujer y conociste paisajes, bajo tus sábanas, sobre tus miedos, frente a tus desafíos y dentro de tus sueños.
No había en el mundo entero unas alas tan hermosas, tan valiosas y, sobre todo, tan tuyas.
Debiste cuidarlas, pero como las creíste invulnerables, las confiaste al resguardo de quien te amaba… pero les temía. ¿Cómo no temerle a tus alas? ¿Cómo no querer romperlas, si ellas podían alejarte de él? Creíste que estarían para siempre contigo, pero te abandonaste a la ilusión y te las dejaste arrancar…
Al principio te sentiste tan abrigada en el calor que ese otro te ofrecía, que no advertiste la ausencia de tus plumas. Estabas tan protegida en el abrazo de tu nuevo compañero, que no extrañaste su peso. Pronto, empezaste a creer que no las necesitarías más porque formaron parte de una época a punto de superar. Te sentías tan segura y agradecida que, en poco tiempo, te acostumbrarías a estar presa.
Comenzaste a moverte lenta, medida y en una sola dirección, sobre esa línea difusa que traza la dependencia. No solo no podías volar, tampoco recordabas cómo caminar sola. Para todo necesitabas de él. Se te olvidaron las direcciones más comunes, las actividades más sencillas, las habilidades más afianzadas en ti. Apenas recordabas cómo desplazarte en medio de rutinas determinadas, perfectamente demarcadas por quien rompió tus alas, en nombre del amor.
Aquel día en el que cediste tus alas, perdiste también tu vista, tu audición y sobre todo tu olfato… y por último, arruinaste voz. Es que el amor da para todo, hasta para entregar la libertad. Quisiste protegerlo de tu independencia, anulándote. Sin la más mínima consideración a ti, te hiciste cargo de su miedo, desechando tus alas a un rincón lleno de sometimiento e ira. Es que no hay mejor espuela que el ahogo, ni nada que enfurezca más que «ser de otro».
Y ahora que el tiempo pasó, ahora que te cuesta recordar quién fuiste y cuánta altura llegaste a alcanzar, ahora que la tristeza disfrazada de serenidad domina tu espíritu, quieres saber si acaso no fue un sueño que en tu espalda, alguna vez reposaron unas enormes, pulidas y emancipadas alas.
¿Acaso no las sientes allí escondidas? ¿Acaso no te pesan? ¿Acaso no te has dado cuenta que volvieron a crecer y esperan por tu atrevimiento? Vistas desde afuera lucen espléndidas, pero como todavía ves a través de los ojos de quien desconfía de ti y te domina, puede que las creas atrofiadas.
Por lo pronto, mientras recuperas la confianza en ti, si quieres volver a saber de ellas, pídele prestado los ojos a quien te quiere, no a quien te cela. Verás que, aunque duela, tus alas desplegarán grandiosas y te sacarán de allí.