Oye, psss, pssssss. Si, tú, el del dedo erguido. Si si, tú mismo. ¿Acaso no te das cuenta de que tu índice se ha quedado tieso de tanto señalar? Lamento informarte que eres el propietario de un dedo estirado que disfruta enormemente cuando critica o emite alguna rimbombante opinión. Normalmente nadie se la pide, pero él necesita sostener a como dé lugar su sobrealimentada vanidad, aunque para ello, se dedique a agujerear tu (cada vez más) quebradiza confianza. Me encantaría anunciarte que no te preocupes, que tienes un pequeño inconveniente sencillo de subsanar si te dieras cuenta, pero es mucho más complejo. Para empezar, quisiera comentarte que ese impertinente dedo tuyo, podría meterte en serios problemas si no te encargas de, no sé, digamos controlarlo, ablandarlo o esconderlo… No te digo que lo amputes porque no solucionaría nada. En cuanto lo hagas (que no lo harás), el otro índice, el que te quede, asumiría sin transición las funciones de tu anterior juez digital. Y si sigues, entonces continuaremos con la misma historia por 18 dedos restantes… y aunque no lo creas, luego vendrán los muñones. Sería una pérdida de tiempo, de energía y, definitivamente de dedos.
El conflicto de tu índice… o más bien debería decir «tu problema», es que mientras él acusa, cuestiona, y descalifica, a quien le parece propicio, eres tú (su dueño) quien recibe las quejas y paga los platos rotos. Vaya engreimiento el de tu dedo, cuánta altanería debe haber desarrollado al pretender subrayar las fallas de todos, como si tuviera alguna acreditación. Como si algo o alguien lo hubieran ungido de omnisciencia y moralidad y lo hayan facultado para echar abajo méritos ajenos desde su hipertrofiado zócalo de barro.
Es que tu índice es experto en encontrar en otros lo que es de él. «Mala fe» le llaman al acto de ver la paja en el ojo ajeno, sin advertir que el propio está más irritado, más enrojecido, mucho más lloroso y con una conjuntivitis galopante por culpa de la paja propia. ¡Cuánto sufrirás tú! Me preocupas. Es bien sabido que solemos tratar a nuestros prójimos del mismo modo en que nos tratamos a nosotros, y asumo que tu dedo debe ensayar a diario contigo. Primero te culpa, te exige, encuentra errores y te persigue a ti. Y luego, cuando ya ha conseguido doblegarte y ha castrado tu potencial de duda y rebeldía, allí, en ese momento, emprende su cruzada aleccionadora con el resto de los mortales.
Crees ser su dueño, pero en realidad eres su esclavo… ¿o no?
Y me pregunto, ¿qué habrá motivado a tu índice a interpretar ese rol? ¿De dónde sacó tanta basura argumental para encumbrarse? Averígualo, es tu dedo y tu pesar, no el mío. Pero cuando lo veo operar con tanta autonomía, pasando por encima de tu opinión, siento dolor por ti.
¿Se sentirá tan hundido y minúsculo que necesita aplastar para subir un escalón? Qué tragedia haber querido formar parte de la nobleza y acabar hundido en un charco de estiércol ¿no? No se es honrado por andar con la nariz levantada, no se es virtuoso por estirar el pescuezo y ni se es mejor por fruncir el ceño ante lo que no somos capaces de mejorar.
¡Si supieras lo poderoso que eres como propietario de ese dedo! Podrías usarlo para aplaudir, acariciar y crear. Se puede ser un gran cocinero, un extraordinario dibujante, e incluso un experto en lenguaje por señas con un índice como el tuyo. Podrías ofrecerlo como batuta para directores de orquesta, medidor de viento y clima, y si le dejas crecer la uña y se la cuidas, podría ser un gran limpiador de lugares inconfesables.
Has dejado que él mande y te lastime. Puedes empezar a dirigir tú y sanar…