LA BICICLETA VOLADORA

Corrías tras los cometas de tus amigos con la ilusión de que cuando se mezclaran con las nubes, podrías arrancarle el hilo a alguno de ellos y alzar vuelo. Luego aprendiste a elevarlos tú con la esperanza de que cuando sacudieran su larga cola de dragón hecha con tiras de gasa, la fuerza del viento levantaría del parque polvoriento (cubierto de hojas secas y caca de perros callejeros), tu liviana estatura nacida para planear, lanzarse e incluso, flotar en el aire. Cuando aprendiste a leer fluido, descubriste en aquel libro de ingeniería aeronáutica que te regaló tu papá, que por leyes de la física, jamás podrías surcar el cielo impulsado por un volantín hecho de papel cebolla y madera balsa. Pero no te importó, porque en ese libro también te enteraste cómo podías hacer avioncitos. ¡Avioncitos! ¡Los Dioses del universo! Entonces creíste que armarías un planeador lo suficientemente gigante como para que, montado a «caballito» sobre él, pudieras impulsarte desde el pico más alto que conocías. Esa cumbre fue el punto inicial de la pista en donde muchas veces te dejaste resbalar sobre un latón tamaño sábana, que le habías robado al techo del granero de tu abuelo.

Tus proyectos de aeromodelismo a escala personal fracasaron, pero no doblegaron tu espíritu aventurero. Con la plancha de zinc tampoco llegaste a volar, así como se dice VOLAR, pero te deslizaste a tanta velocidad al ras del suelo, que seguramente lograste despegar algunos segundos, y hacer de esa chapa, una primera aproximación a una alfombra (metálica) voladora, moderna y de manufactura casera. Estabas orgulloso pero no conforme. Tú querías tripular una nave. Elevarte, volar de verdad, como lo hacen los pilotos.

Y entonces viste en televisión a unos chicos más grandes que tú, elevando bicicletas en triples saltos mortales sostenidas en el aire como colibríes en el atardecer. Se te derramó el «Toddy» sobre la franela de la escuela pero no te afectó, porque se había presentado ante ti la oportunidad de saltar al vacío, de hacer acrobacias en el aire y caer sobre ruedas, a pesar de los rasguños.

Acudiste al «Niño Jesús», a «Santa» y a «Los Reyes Magos» juntos, y prometiste que sería lo último que pedirías en toda tu vida: «Después de esto, no los molestaré más, lo juro». Así dijiste.

Por lo que te habían dicho tus padres y los padres de tus amigos, sabías que había muchos niños en el mundo a los que ellos debían concederle algo todos los años, y que esa máquina mágica, valía por los próximos regalos hasta fueses grande.

Y te cumplieron.

Pero eras tan chiquito que tu mamá influyó en ellos para que tu bicicleta viniera con unas rueditas traseras que según los grandes, «te ayudarían a conducirla sin caerte». Y a partir de ese momento empezaste a conducir en tu bicicleta segura y estable. Y pedaleaste y pedaleaste por muchos caminos predecibles, con rayados de tránsito y sin un solo bache que te permitiera levantar vuelo.

Y ahora estás aquí, adulto, apoltronado en el asiento de esta vida sin alas pero con rueditas, y demasiado obeso, como para cumplirle el sueño a aquel pequeño que quiso volar y nadie lo dejó.

Un día de estos, el «Niño Jesús», «Santa» y «Los Reyes Magos» juntos, tocarán a tu puerta para pedirte cuentas. Pero como tal vez te has acostumbrado demasiado a tu cómoda vida sin grandes riesgos ni pasiones, no sabrás que  con ellos, escondido tras sus ropajes de lana, peluche y oro, estará aquel chiquillo reclamando su triple salto mortal.

Victoria Robert

¿ME QUEJO O NO ME QUEJO?

Siempre, desde tiempos inmemoriales, ha existido esa manera personal de expresar penurias y poner de manifiesto la impotencia para que no duela tanto. La queja en su estado natural, es una de las formas que tenemos de compartir las penas. Razones para quejarnos hay muchas, los motivos pueden ser infinitos y las formas pueden ser tan diversas, como versátil es la existencia humana, animal y vegetal.

Todos nos quejamos. Cuando las flores se marchitan, están haciendo uso de su legítimo derecho a la queja. Pierden su color, aroma y lozanía. Así se lamentan. Pero si mueren porque alguien las arrancó, entonces se arrugan y derriten, mostrando su dolor. Las hojas, hacen huelga durante el otoño. Dejan testimonio de su pesar en su caída, y regalan para el recuerdo una  extraordinaria alfombra de colores sepia. Las hojas son hermosas cuando se quejan.

Muchos animales se quejan en silencio. Cuando dejan de comer o jugar, sabemos que algo anda mal, pero como son tan nobles, procuran no molestar. Simplemente se repliegan, se retiran al rincón más tranquilo y oscuro para transitar por su pena, solos. Algunos también aúllan o braman, o mugen o rugen, como usted quiera. Cada uno según su tamaño, color, forma y hábitat, tiene su llanto, su lamento… su « ¡me duele! ». Los peces se sacuden y se dejan chupar por el océano hasta el fondo. Algunas aves se deprimen y dejan de volar. Los reptiles se desorientan o violentan. Los mamíferos se refugian en su manada o quizá esperen a que su queja sea atendida y confortada por alguien capaz de comprender su padecimiento.

Los humanos no somos muy diferentes ante el dolor. Suspiramos, resoplamos, lloramos o decimos. Y nos quejamos porque  es una manera de reconocer que estamos sufriendo, en la esperanza de que nos den una mano. Cuando es así, cuando la queja responde a la necesidad de sentir alivio, tiene un fin terapéutico. Muchas veces al quejarnos, al expresar nuestras experiencias de displacer como el miedo, la rabia o el dolor, conseguimos calma y descanso. De alegría no nos quejamos y a la tranquilidad, solemos aceptarla casi sin darnos cuenta.

Hay cuerpos que se quejan. Cuerpos encorvados con caras largas y ceños pronunciados que denotan molestia. Cuerpos con el pecho hundido y los hombros adelantados que muestran tristeza. Cabezas gachas y rodillas dobladas que indican derrota.

También hay voces que se quejan sin pronunciar palabras, murmullos con cadencia de lamento. Letanías en tono abatido. Hay voces que lloran sin soltar una sola lágrima.

Pero hay quejas que huelen a sacrificio y en vez de obtener comprensión, producen hastío o lástima, o nos hacen sentir culpables por omisión y nos obligan a hacer cualquier cosa con tal de silenciarlas. Esas quejas manipuladoras, lejos de producir consuelo, suman frustraciones y son inefectivas. Consiguen atención, pero es una atención definitivamente negativa. Es como comerse una gigantesca olla de frijoles y luego dedicarse a inundar el aire del prójimo, con su irreversible perfume.

La mejor manera de neutralizar el influjo de esta fuerza que impone complacencia, es moverse. Frente a las emergencias, dejamos de lamentarnos para ponernos en acción. Y la pulsión por aliviar lo que duele (aunque sea por un instante) vence a esa sensación de fracaso a la que, tantas veces, insistimos en rendirle culto.

Así que cuando te quejes, pregúntate qué necesitas, revisa lo que consigues y  explora cómo te sientes cuando lo haces. Así sabrás cuál es la cualidad de tu queja y comprenderás por qué, en ocasiones eres escuchado y en otras, ignorado.

Victoria Robert

EL VECINO INDESEABLE

Alguna vez en la vida hemos tenido a un vecino indeseable. Estos sujetos no respetan las normas de la comunidad y trasgreden toda posibilidad de convivencia en armonía con sus semejantes. Ponen música a un volumen insultante y en altas horas de la noche, dejan abiertas las rejas del edificio o la urbanización, reciben en sus casas a personas con aspecto tenebroso e inquietante, echan a la basura objetos que pueden lastimar al encargado de recogerla y cocinan cosas que expiden olores fuertes y desagradables.

¿Y qué suelen hacer los vecinos en casos como estos? Se alarman, se molestan y se quejan entre ellos, mientras esperan que los de la Junta de Condominio o de Vecinos, hagan algo que logre regular el comportamiento inadecuado de este individuo. Lo que no saben, es que los de la Junta también se sienten intimidados tanto o más que ellos, así que por eso han preferido (igual que todos los demás) observarlos desde adentro de sus casas, por el ojo mágico de la puerta o a través de binoculares muy discretos. Nadie le quiere poner el cascabel al gato. Entonces el vecino indeseable, un día, porque si, porque le dio la gana, raya uno de los automóviles. Y como te hiciste el loco porque no fue tu auto al que le saltaron la pintura, unos días después, te mata al perro. Y es él quien le termina poniendo el cascabel a tu gato.

Lamentablemente todos (tú incluido por supuesto), esperaron a que este sujeto vil, llegara a esta ruin demostración de poder. Nadie le puso límites a tiempo y ahora todos están llorando. ¿Qué se supone que debería hacer ahora la comunidad? Como mínimo, obtener pruebas, llamar a la policía, a un juez de paz y organizarse para sacarlo del vecindario ¿no?

Ahora quiero que imagines que ese vecino indeseable, es en realidad… tu inquilino. Muchas veces, en vez de uno, somos dos. Y “Dos”, ese inquilino personal, si no te das cuenta a tiempo de lo dañino que puede ser, tiende a ocupar espacios fundamentales de ti: tus creencias, tus emociones, tu autoconfianza, tu voluntad. Y como no lo puedes echar a la calle porque habita en tu psique, estás atado de manos. Es él quien hace tu comida, maneja tu agenda, tus claves, te suplanta en el trabajo, lleva a tus niños al colegio y se acuesta con tu pareja. ¿No lo crees posible?… pues lamento decirte que sí lo es. ¿O acaso no sabías que esa voz interna que día a día habla en tu cabeza para descalificarte o culparte o juzgarte, es tu inquilino, tu “Dos”? Ese es el que te dice que no hagas “tal o cual cosa”, pero si lo obedeces te califica de cobarde. O al revés, te insta a que tomes riesgos pero si te equivocas, te destroza el alma y la autoestima.

¿Y cómo es que ese inquilino, ese aspecto interno logra dominar tu vida?, lo hace porque te conoce.

¿Qué hacer entonces? Necesitas estar alerta para conocerlo. Saber qué come, a qué hora se levanta y duerme, quiénes son sus amigos, cuáles son sus gustos y debilidades. Necesitas revisar sus llamadas, sus mensajes, su basura. Perseguirlo, acosarlo como él lo hace contigo. Así, cuando estén a mano, cuando lo conozcas tanto como él a ti, sabrás cómo ponerlo en su lugar, cuándo atenderlo, cuándo ignorar sus comentarios, cómo neutralizarlo y, tal vez, también puedas descubrir la manera de convertirlo en tu aliado.

Recuerda que ese inquilino también eres tú. Así que o aprendes a ponerle el cascabel, o un día de estos cuando despiertes, él te habrá dañado a ti y a tus seres más queridos.

 Victoria Robert

 

 

 

 

 

 

LOS PROCESOS HUMANOS

Todo proceso es una sucesión de hechos que van ocurriendo entre dos puntos opuestos, dos polos que, relacionados con el transcurrir de movilizaciones de uno a otro, constituyen una polaridad. Si pensamos en el día, no podemos evitar imaginarnos a la noche. Y en el medio de esos dos polos, transita la vida diaria de cada uno. Si elegimos la justicia, la honestidad o la belleza, es porque en algún lugar habita la injusticia, la deshonestidad o la fealdad. Puede que estos polos, un tanto reprochables, los veamos fuera de nosotros porque nos duele reconocer nuestras cualidades oscuras, pero ellas habitan en nuestro fondo, reservadas secretamente para sorprendernos en el momento menos pensado.

Muchas personas se describen a sí mismas como “blanco o negro” para significar que son claros, decididos, concretos o auténticos, pero en el quehacer de sus vidas, esta manera determinada de ser, los limita, los detiene en extremos. No tener medias tintas, ser lo uno o lo otro, sin grises, resta el sinfín de posibilidades que existe entre un polo y otro, convierte a los seres en individuos predecibles y con poco encanto. Sin embargo, si nos detenemos a observar, no es que no tengan matices intermedios, sino que no los han desarrollado o que el tránsito de un polo a otro es tan violento que pasa inadvertido.

Podemos sentir furia o calma y también podemos sentir molestia, enojo, rabia, indignación, ira y cólera. Podemos sentir miedo o tranquilidad y también podemos experimentar desconfianza, sobresalto, susto, miedo, pavor, terror, pánico. Ahora imaginemos la vida sólo entre el pánico y la calma o la cólera y la tranquilidad, o el amor y el desamor, o la alegría y la tristeza, o un mundo sólo de hombres, o sólo de mujeres; un mundo sin colores es inconcebible, aburrido y escaso.

Lo movimientos que se producen entre la vida y la muerte son los que le aportan riqueza a la existencia. Así como nos movemos, vivimos y si nos detenemos, literal o psíquicamente, morimos. Los procesos humanos son intrapsíquicos, (cambios, conflictos, movilizaciones internas entre diversos aspectos de un individuo) e interpersonales (entre dos seres diferentes que se encuentran, complementan, y diferencian) y la comunicación es el puente vinculante, el punto de enlace. Lo que da sentido a un polo, es el intercambio con el otro, así se nutren, así enriquecen sus experiencias, así cambian y crecen.

Un árbol puede terminar siendo un hermoso o utilitario mueble mediante el proceso que aporta el carpintero a través de su oficio; los ingredientes en la cocina pasan por el proceso de cocción hasta convertirse en un delicioso plato en manos del cocinero; las siete notas musicales nos regalan una infinidad de momentos melódicos gracias a la dedicación del  compositor. La naturaleza, el deporte, las redes sociales, el aprendizaje, el arte, la literatura, todas las obras humanas están plagadas de procesos.

La Psicoterapia descubre el proceso entre los polos “psicoterapeuta” y “paciente” (sea este un individuo, una pareja, una familia o un grupo), y es en el encuentro entre ellos en donde se produce el autoconocimiento, la expansión de la conciencia, la expresión de vivencias o emociones, la confesión de verdades ocultas, el descubrimiento del potencial de cada uno, el intercambio de experiencias, el cambio. En definitiva, el crecimiento.

El proceso psicoterapéutico es como un columpio habitado por un niño en el cuerpo de un adulto, que al principio necesita ser empujado por otro adulto, hasta que ese niño-adulto descubre que lo puede impulsar solo, pero para que sea divertido, es importante estar acompañado.  Mientras tanto, el psicoterapeuta espera que el columpio se desocupe para poner en práctica lo que fue aprendiendo de su discípulo… y ponerse en su lugar.

 

Victoria Robert