DOS CIUDADES

En un íntimo paraje muy cerca de tu casa, hay dos ciudades… Una es apacible, divertida y limpia. Tan tranquila y alegre a la vez, tan segura e impredecible al mismo tiempo, que los pobladores de aldeas vecinas, envían comisiones furtivas para descubrir su estrategia. Muchos quieren aprender sus secretos, copiar su fórmula, descubrir el …

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ABUELA TRISTIA

Había una vez un niño muy chiquito, tan pequeño que cuando se sentaba, sus pies no alcanzaban el piso. Si se colocaba sobre el alzapié de guitarra de su papá, solía pedir un deseo: «ser grande». Se notaba su contento porque sus piernas se columpiaban dibujando en el aire un pentagrama colmado de notas musicales brillantes y animadas. Cuando no, sus pies doblaban las puntas hacia adentro, como buscando mirarse para darse consuelo. Se encerraban, se escondían. Nadie podía adivinar el secreto en ese gesto sutil, porque como había comprendido que la tristeza no era bien recibida en casa, los músculos de su cara dibujaban una sonrisa automática e hipócrita.

El padre del pequeño le había enseñado que las lágrimas «no debían ser». Entonces, ante los gritos, el ceño fruncido y la desaprobación de papá, el niño aprendió que evaporar sus lágrimas, era lo mejor. Ese señor practicaba el oficio de reprimir cualquier manifestación de dolor y, pretendiendo amputarlo, producía mucho más daño. Creía que el oponerse a él lo pondría a salvo, no sabía que negar doliera tanto a la larga. Estaba convencido de que los varones, cuando gimoteaban, no crecían, y que las niñas lloriqueaban para conseguir que algún bobo distraído les complaciera sus caprichos. Todas sus órdenes y negativas, eran dadas pensando en «el bien de los muchachos». Por lo tanto, no permitía lamentos ni suspiros, e insistía en afirmar que la única consecuencia de esas gotas saladas en los ojos de los niños, eran las lagañas.

La madre de ese chiquillo le temía a cualquier expresión de abatimiento de «su bebé». Temblaba de solo verlo frustrado. Así que se hizo experta en el ejercicio del aborto prematuro de la aflicción. Esta mujer dulce y solícita, impedía con su miedo, cualquier manifestación de pena, echando mano a la teta, al caramelito, al juguete, a los «upas», arrumacos y morisquetas… Tenía un arsenal de recursos y un talento inusitado para cambiar lágrimas por risas. Se creía buena, se sentía santa, se sabía especial.

Un día, ese niño al que le habían vedado el desánimo, notó que su piel, su cabello y sus uñas, olían a amargura. Desconocía el origen de esa extraña fetidez. No sabía que tragarse las lágrimas durante tanto tiempo, le provocarían el «Síndrome del llanto estancado», cuyas características principales son el hedor y la hostilidad. Pero como necesitaba con desesperación la aprobación de su padre y la sonrisa de su madre, no le importaba la violencia que este dique (autoimpuesto) le generara. Hizo de la arrogancia su sello personal, se burlaba de los lloraban  y, un día, terminó pateando a su perro para que no aullara. Frente a su madre, simulaba llantos insoportables que solían recompensarlo con consuelos, mimos y golosinas. En fin, se convirtió en un niño gordo, resentido y manipulador. Verlo (aunque haya sido desde lejos) era presenciar el más triste de los espectáculos.

El cuadro era tan desalentador, que apareció la Abuela Tristia… una vieja sabia, de larga cabellera cenicienta que se presenta cuando ya no podemos respirar de tanto aguantar. Siempre llega acompañada de Minerva, su hermosa lechuza gris y, con sus manos suaves y ancianas, es capaz de devolverle  a cualquiera su derecho natural al desahogo. Cuando ella acaricia, hace llorar. Pero es un llanto anhelado porque da salida a las lágrimas. Es una hechicera cuya mirada compasiva es tan potente, que nos entrega aceptación y alivio. Y después, un fenómeno mágico toma la materia del sollozante… porque su piel, su cabello y sus uñas, empiezan a oler a jazmín.

Cuando la Abuela Tristia se hace presente en nuestras vidas, en ese instante, dejamos de ser pequeños. Nuestras piernas se estiran hasta tocar el piso y dejan de mecerse en el aire de la desdicha negada. Y por muy absurdo que parezca, una vez que lloramos como niños y suspiramos, nos calmamos y crecemos… y entonces, podemos volver a soñar.

Una madrugada, el niño que ahora huele a jazmín, despertó movido por lo que parecía el resplandor de la luna, pero descubrió que el brillo no venía desde tan lejos. Allí estaba Tristia con sus manos viejas, ofreciendo caricias al desconsolado cabello de su padre. Entonces el niño se acercó a papá, se sentó en silencio a su lado, y con la serenidad que da la experiencia, lo dejó llorar.

Y Minerva alzó su silencioso vuelo hacia la luna, dejando la casa inundada de olor a jazmín.

Victoria Robert

LA BICICLETA VOLADORA

Corrías tras los cometas de tus amigos con la ilusión de que cuando se mezclaran con las nubes, podrías arrancarle el hilo a alguno de ellos y alzar vuelo. Luego aprendiste a elevarlos tú con la esperanza de que cuando sacudieran su larga cola de dragón hecha con tiras de gasa, la fuerza del viento levantaría del parque polvoriento (cubierto de hojas secas y caca de perros callejeros), tu liviana estatura nacida para planear, lanzarse e incluso, flotar en el aire. Cuando aprendiste a leer fluido, descubriste en aquel libro de ingeniería aeronáutica que te regaló tu papá, que por leyes de la física, jamás podrías surcar el cielo impulsado por un volantín hecho de papel cebolla y madera balsa. Pero no te importó, porque en ese libro también te enteraste cómo podías hacer avioncitos. ¡Avioncitos! ¡Los Dioses del universo! Entonces creíste que armarías un planeador lo suficientemente gigante como para que, montado a «caballito» sobre él, pudieras impulsarte desde el pico más alto que conocías. Esa cumbre fue el punto inicial de la pista en donde muchas veces te dejaste resbalar sobre un latón tamaño sábana, que le habías robado al techo del granero de tu abuelo.

Tus proyectos de aeromodelismo a escala personal fracasaron, pero no doblegaron tu espíritu aventurero. Con la plancha de zinc tampoco llegaste a volar, así como se dice VOLAR, pero te deslizaste a tanta velocidad al ras del suelo, que seguramente lograste despegar algunos segundos, y hacer de esa chapa, una primera aproximación a una alfombra (metálica) voladora, moderna y de manufactura casera. Estabas orgulloso pero no conforme. Tú querías tripular una nave. Elevarte, volar de verdad, como lo hacen los pilotos.

Y entonces viste en televisión a unos chicos más grandes que tú, elevando bicicletas en triples saltos mortales sostenidas en el aire como colibríes en el atardecer. Se te derramó el «Toddy» sobre la franela de la escuela pero no te afectó, porque se había presentado ante ti la oportunidad de saltar al vacío, de hacer acrobacias en el aire y caer sobre ruedas, a pesar de los rasguños.

Acudiste al «Niño Jesús», a «Santa» y a «Los Reyes Magos» juntos, y prometiste que sería lo último que pedirías en toda tu vida: «Después de esto, no los molestaré más, lo juro». Así dijiste.

Por lo que te habían dicho tus padres y los padres de tus amigos, sabías que había muchos niños en el mundo a los que ellos debían concederle algo todos los años, y que esa máquina mágica, valía por los próximos regalos hasta fueses grande.

Y te cumplieron.

Pero eras tan chiquito que tu mamá influyó en ellos para que tu bicicleta viniera con unas rueditas traseras que según los grandes, «te ayudarían a conducirla sin caerte». Y a partir de ese momento empezaste a conducir en tu bicicleta segura y estable. Y pedaleaste y pedaleaste por muchos caminos predecibles, con rayados de tránsito y sin un solo bache que te permitiera levantar vuelo.

Y ahora estás aquí, adulto, apoltronado en el asiento de esta vida sin alas pero con rueditas, y demasiado obeso, como para cumplirle el sueño a aquel pequeño que quiso volar y nadie lo dejó.

Un día de estos, el «Niño Jesús», «Santa» y «Los Reyes Magos» juntos, tocarán a tu puerta para pedirte cuentas. Pero como tal vez te has acostumbrado demasiado a tu cómoda vida sin grandes riesgos ni pasiones, no sabrás que  con ellos, escondido tras sus ropajes de lana, peluche y oro, estará aquel chiquillo reclamando su triple salto mortal.

Victoria Robert