EL IMPERIO DE LA ALEGRÍA

Si la solución a los problemas de nuestro mundo, tantas veces injusto, fuese dejar de mirar las dificultades y convencernos de que el «pensamiento positivo» las resolverá mágicamente, sin dudas estaríamos ante el más afortunado de los acontecimientos. Que solo con ignorar la pobreza, ésta se extinguirá, que sumando nuestra «energía entusiasta» haremos frente al hambre o la corrupción o la contaminación, para erradicar estos martirios, haría de nuestro planeta un lugar bendecido. Si ello fuese posible, los hombres y las mujeres andaríamos tomados de las manos, disfrutando del canto de los pájaros. Pero no. Quienes veneran el reino de la «actitud», podrían estar fracasando. Todavía prevalece el mal, la codicia, las enfermedades sin cura, ni esperanza. También la violencia azota poblaciones enteras, y la negligencia se viste con sus mejores ropajes, derrochando indolencia.  ¿Deberíamos creer entonces, que los «profetas» de la felicidad han errado? Tal vez quienes ponen en práctica sus aseveraciones, sus enunciados edulcorados y sus pautas tan veloces como efímeras, estén haciendo algo mal. ¡Vamos, echémosle la culpa al practicante, no a la instrucción! Al receptor, no al emisor. Hagamos uso de uno de los mecanismos más alevosos: la proyección. ¡La culpa es tuya, pues! Te has ganado tus desgracias por pensar torcido, por atraer sombras tenebrosas con tu negatividad y por doblegar las fuerzas del «pensamiento positivo»

¿Alguna vez te ha ocurrido que por estar triste o molesto o asustado, terminas siendo señalado de «nube negra»? Hay muchos dedos inquisidores propagando esta nueva «fe», y no hace falta que andes pidiendo palmaditas en la espalda. Ni siquiera es necesario que pidas ayuda. Simplemente, de la nada, sin que tú los busques, surgirán estos nuevos, gratuitos e intrusivos «predicadores». Lo único que requerirás, es expresar tu descontento, manifestar desacuerdos o compartir algún desánimo. Estos seres precisan extinguir lágrimas a costa de lo que sea, y cualquier acción será plenamente justificada por estas creencias (las «verdaderas»), con tal de que tus pesares, no amenacen su dicha de papel cebolla, sostenida con alfileres.

Culpabilizan, aconsejan, analizan y esparcen sermones a diestra y siniestra. Son los nuevos vasallos de El Imperio de la Alegría. Tiranos de la felicidad, capaces de responsabilizar al dolido por padecer, al violado por provocar, al rabioso por «vibrar» en favor del arrebato. A todo cuanto le temen y se niegan a reconocer como un potencial propio, quieren también alienarlo en ti, atiborrándote de consejos de vida o  saturándote de lecciones de moral. Nos fuerzan a sonreír, haciendo del entusiasmo un nuevo absolutismo. Convencidos de que mirar al lado opuesto de la injusticia o el maltrato, por ejemplo, los hará desaparecer, apuestan por la anulación de lo que consideran «feo», a punta de sonrisas, «a juro y porque sí». Aficionados que se ofrecen como maestros, aparecen cuando menos se los requiere para imponer sus leyes «positivas», y hacer hogueras con lo que para ellos es «negativo». Muchos se hacen llamar poetas, filósofos de vida, consejeros, mentores, cantautores, coachs, sabios, consultores, influencers, terapeutas. ¡Cuidado, en realidad son impostores! … En realidad son vendedores.

Tan dañino es dejarnos ganar por el abatimiento, como permitir que la alegría a ultranza ocupe nuestras almas. Tenemos tanto derecho a vivir nuestras satisfacciones como nuestras tristezas. Es tan sano sentir placer y expresarlo, como permitirnos el miedo, el enojo o el mal humor. Las emociones displacenteras cumplen una función adaptativa, que activa nuestra necesidad de movernos en una dirección que salvaguarde nuestra subsistencia y nuestro equilibrio organísmico. ¿Cómo vamos a aprender a salir del dolor sin haber entrado en él? ¿Cómo vamos a evitar enfermarnos de miedo, por ejemplo, si no lo atendemos? ¿O de qué manera podemos cultivar nuestra sensibilidad  para ser solidarios, si en vez de empatizar con nuestro prójimo, insistimos en doblegar su experiencia a nuestros criterios? La porfía del optimismo, sin contemplar otras opciones, no solo nos niega la posibilidad de aceptar nuestra realidad para encararla, sino que nos coloca en un futuro deseado, mas no necesariamente labrado en el presente, que es en donde habitan nuestros desafíos. Porque de tanto refutar desdichas, paradójicamente, se puede instalar en nosotros (y sin darnos cuenta) una buena dosis de indolencia. No se trata de quedarnos asidos a la desgracia, ni de rendirle culto al pesimismo, se trata de reconocernos completos, blancos, negros, grises, multicolores y, sobre todo, posibles.

Victoria Robert