LOS DOÑOS

Es impecable, sin dudas. Regia, como dama noble recién empolvada, acostumbra a ostentar un exquisito olor a jazmín que a lo largo del día va adquiriendo un chispeante matiz cítrico. Todo el que la conoce sabe que ese es el aroma natural de su hermosa piel transparente y suave. Seduce a cada paso, pausado y …

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XENOFOBIA

Es que no lo puedes evitar, te molesta el otro, su cara, su idioma, su color de piel. Te desagrada su acento, su vestimenta, desprecias sus costumbres. Es más fuerte que tú. Cuando te detienes a ver su manera de relacionarse, de moverse, de comer, sientes como si una fuerza desconocida se apoderara de ti …

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HUELE PEGA

Hay niños a los que no les queda más remedio que escapar, es un asunto de supervivencia. Han resistido maltratos, humillaciones, abusos, abandono, y aunque no saben cómo subsistir solos, creen que la calle será más amable y segura que el techo que encubre sus frustraciones y miedos. Antes de tomar este inmenso riesgo desesperado, …

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LA PSICOTERAPIA GESTÁLTICA

La Psicoterapia Gestáltica va directo a tu experiencia en el aquí y ahora. A diferencia de otros enfoques, la Gestalt pone énfasis en lo que sientes, percibes, piensas y haces con tu vida en el preciso instante en que la vives. Más allá de lo que hiciste o debiste haber hecho en el pasado, lo que …

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¿PARA QUÉ IR A PSICOTERAPIA?

Muchas veces hemos estado confundidos y sin saber qué hacer con nuestras vidas. Y hemos pedido consejos a amigos o a padres y, en muchas ocasiones, no hemos sabido qué hacer con esas maravillosas, ingeniosas y válidas orientaciones. Entonces nos hemos visto en este oscuro escenario: «sé qué es lo conveniente y no sé cómo …

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¿NO PUEDES?

Dependemos cuando somos pequeños y no tenemos los recursos para subsistir. Dependemos de nuestros mayores para dar nuestros primeros pasos, alimentarnos, estar seguros, e incluso, dependemos de ellos para fijar nuestras fronteras de acción. Dependemos para aprender a vivir con cierta solvencia, para sentirnos amados y hasta para recuperarnos de dolencias de amor. Dependemos cuando …

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RECLAMO

A ver a ver a ver a ver ¿Qué fue lo que te pasó? Estás tan triste y malograda que me cuesta reconocerte. ¿Qué pasa que lloras con ese desconsuelo? ¿Qué pasa que lloras como si de verdad pudieras detenerte? ¿No te das cuenta que por más que seques tus lágrimas y frotes tu cara …

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LA SEÑORITA «PERO»

Delgadísima y apurada es la mejor manera de describir a quien acostumbra a moverse entre los “sí” y los “no” con la agilidad de un lince, la levedad de un colibrí y la suspicacia de las hienas. Nada la satisface plenamente y, queriendo hacer migas con Dios y con el diablo, anima, decepciona y paraliza …

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EL JUEZ

Oye, psss, pssssss. Si, tú, el del dedo erguido. Si si, tú mismo. ¿Acaso no te das cuenta de que tu índice se ha quedado tieso de tanto señalar? Lamento informarte que eres el propietario de un dedo estirado que disfruta enormemente cuando critica o emite alguna rimbombante opinión. Normalmente nadie se la pide, pero …

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DOS CIUDADES

En un íntimo paraje muy cerca de tu casa, hay dos ciudades… Una es apacible, divertida y limpia. Tan tranquila y alegre a la vez, tan segura e impredecible al mismo tiempo, que los pobladores de aldeas vecinas, envían comisiones furtivas para descubrir su estrategia. Muchos quieren aprender sus secretos, copiar su fórmula, descubrir el …

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LA DEUDA

Los deberes son tareas que, si bien aprendimos a organizar desde pequeños, en casa, una vez que somos adultos, son labores autoimpuestas. Los compromisos y algunas obligaciones, pretenden brindarnos estructura para cumplir con ciertas pautas, metas y objetivos. Pero cuando el «yo debo»  dirige nuestra agenda, pudiera haber un problema. Si el deber protagoniza nuestra …

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TUS ALAS

Solías desplegarlas con gran habilidad cuando correteabas por jardines y parques, cuando le permitías al mar lavarlas con su espuma, cuando disfrutabas llenándolas de polvo y mugre si se te ocurría lanzarte bajo la lluvia de caramelos de las piñatas de tu infancia. Con ellas pudiste rebelarte,  probar experiencias prohibidas y gracias a ellas saliste con algunos rasguños, pero a tiempo. Te iniciaron en tu camino de ser mujer y conociste paisajes, bajo tus sábanas, sobre tus miedos, frente a tus desafíos y dentro de tus sueños.

No había en el mundo entero unas alas tan hermosas, tan valiosas y, sobre todo, tan tuyas.

Debiste cuidarlas, pero como las creíste invulnerables, las confiaste al resguardo de quien te amaba… pero les temía. ¿Cómo no temerle a tus alas? ¿Cómo no querer romperlas, si ellas podían alejarte de él? Creíste que estarían para siempre contigo, pero te abandonaste a la ilusión y te las dejaste arrancar…

Al principio te sentiste tan abrigada en el calor que ese otro te ofrecía, que no advertiste la ausencia de tus plumas. Estabas tan protegida en el abrazo de tu nuevo compañero, que no extrañaste su peso. Pronto, empezaste a creer que no las necesitarías más porque formaron parte de una época a punto de superar. Te sentías tan segura y agradecida que, en poco tiempo, te acostumbrarías a estar presa.

Comenzaste a moverte lenta, medida y en una sola dirección, sobre esa línea difusa que traza la dependencia. No solo no podías volar, tampoco recordabas cómo caminar sola. Para todo necesitabas de él. Se te olvidaron las direcciones más comunes, las actividades más sencillas, las habilidades más afianzadas en ti. Apenas recordabas cómo desplazarte en medio de rutinas determinadas, perfectamente demarcadas por quien rompió tus alas, en nombre del amor.

Aquel día en el que cediste tus alas, perdiste también tu vista, tu audición y sobre todo tu olfato… y por último, arruinaste voz. Es que el amor da para todo, hasta para entregar la libertad. Quisiste protegerlo de tu independencia, anulándote. Sin la más mínima consideración a ti, te hiciste cargo de su miedo, desechando tus alas a un rincón lleno de sometimiento e ira. Es que no hay mejor espuela que el ahogo, ni nada que enfurezca más que «ser de otro».

Y ahora que el tiempo pasó, ahora que te cuesta recordar quién fuiste y cuánta altura llegaste a alcanzar, ahora que la tristeza disfrazada de serenidad domina tu espíritu, quieres saber si acaso no fue un sueño que en tu espalda, alguna vez reposaron unas enormes, pulidas y emancipadas alas.

¿Acaso no las sientes allí escondidas? ¿Acaso no te pesan? ¿Acaso no te has dado cuenta que volvieron a crecer  y esperan por tu atrevimiento? Vistas desde afuera lucen espléndidas, pero como todavía ves a través de los ojos de quien desconfía de ti y te domina, puede que las creas atrofiadas.

Por lo pronto, mientras recuperas la confianza en ti, si quieres volver a saber de ellas, pídele prestado los ojos a quien te quiere, no a quien te cela. Verás que, aunque duela, tus alas desplegarán grandiosas y te sacarán de allí.

Victoria Robert

EL IMPERIO DE LA ALEGRÍA

Si la solución a los problemas de nuestro mundo, tantas veces injusto, fuese dejar de mirar las dificultades y convencernos de que el «pensamiento positivo» las resolverá mágicamente, sin dudas estaríamos ante el más afortunado de los acontecimientos. Que solo con ignorar la pobreza, ésta se extinguirá, que sumando nuestra «energía entusiasta» haremos frente al hambre o la corrupción o la contaminación, para erradicar estos martirios, haría de nuestro planeta un lugar bendecido. Si ello fuese posible, los hombres y las mujeres andaríamos tomados de las manos, disfrutando del canto de los pájaros. Pero no. Quienes veneran el reino de la «actitud», podrían estar fracasando. Todavía prevalece el mal, la codicia, las enfermedades sin cura, ni esperanza. También la violencia azota poblaciones enteras, y la negligencia se viste con sus mejores ropajes, derrochando indolencia.  ¿Deberíamos creer entonces, que los «profetas» de la felicidad han errado? Tal vez quienes ponen en práctica sus aseveraciones, sus enunciados edulcorados y sus pautas tan veloces como efímeras, estén haciendo algo mal. ¡Vamos, echémosle la culpa al practicante, no a la instrucción! Al receptor, no al emisor. Hagamos uso de uno de los mecanismos más alevosos: la proyección. ¡La culpa es tuya, pues! Te has ganado tus desgracias por pensar torcido, por atraer sombras tenebrosas con tu negatividad y por doblegar las fuerzas del «pensamiento positivo»

¿Alguna vez te ha ocurrido que por estar triste o molesto o asustado, terminas siendo señalado de «nube negra»? Hay muchos dedos inquisidores propagando esta nueva «fe», y no hace falta que andes pidiendo palmaditas en la espalda. Ni siquiera es necesario que pidas ayuda. Simplemente, de la nada, sin que tú los busques, surgirán estos nuevos, gratuitos e intrusivos «predicadores». Lo único que requerirás, es expresar tu descontento, manifestar desacuerdos o compartir algún desánimo. Estos seres precisan extinguir lágrimas a costa de lo que sea, y cualquier acción será plenamente justificada por estas creencias (las «verdaderas»), con tal de que tus pesares, no amenacen su dicha de papel cebolla, sostenida con alfileres.

Culpabilizan, aconsejan, analizan y esparcen sermones a diestra y siniestra. Son los nuevos vasallos de El Imperio de la Alegría. Tiranos de la felicidad, capaces de responsabilizar al dolido por padecer, al violado por provocar, al rabioso por «vibrar» en favor del arrebato. A todo cuanto le temen y se niegan a reconocer como un potencial propio, quieren también alienarlo en ti, atiborrándote de consejos de vida o  saturándote de lecciones de moral. Nos fuerzan a sonreír, haciendo del entusiasmo un nuevo absolutismo. Convencidos de que mirar al lado opuesto de la injusticia o el maltrato, por ejemplo, los hará desaparecer, apuestan por la anulación de lo que consideran «feo», a punta de sonrisas, «a juro y porque sí». Aficionados que se ofrecen como maestros, aparecen cuando menos se los requiere para imponer sus leyes «positivas», y hacer hogueras con lo que para ellos es «negativo». Muchos se hacen llamar poetas, filósofos de vida, consejeros, mentores, cantautores, coachs, sabios, consultores, influencers, terapeutas. ¡Cuidado, en realidad son impostores! … En realidad son vendedores.

Tan dañino es dejarnos ganar por el abatimiento, como permitir que la alegría a ultranza ocupe nuestras almas. Tenemos tanto derecho a vivir nuestras satisfacciones como nuestras tristezas. Es tan sano sentir placer y expresarlo, como permitirnos el miedo, el enojo o el mal humor. Las emociones displacenteras cumplen una función adaptativa, que activa nuestra necesidad de movernos en una dirección que salvaguarde nuestra subsistencia y nuestro equilibrio organísmico. ¿Cómo vamos a aprender a salir del dolor sin haber entrado en él? ¿Cómo vamos a evitar enfermarnos de miedo, por ejemplo, si no lo atendemos? ¿O de qué manera podemos cultivar nuestra sensibilidad  para ser solidarios, si en vez de empatizar con nuestro prójimo, insistimos en doblegar su experiencia a nuestros criterios? La porfía del optimismo, sin contemplar otras opciones, no solo nos niega la posibilidad de aceptar nuestra realidad para encararla, sino que nos coloca en un futuro deseado, mas no necesariamente labrado en el presente, que es en donde habitan nuestros desafíos. Porque de tanto refutar desdichas, paradójicamente, se puede instalar en nosotros (y sin darnos cuenta) una buena dosis de indolencia. No se trata de quedarnos asidos a la desgracia, ni de rendirle culto al pesimismo, se trata de reconocernos completos, blancos, negros, grises, multicolores y, sobre todo, posibles.

Victoria Robert

DISCULPE USTED

¿Cuántas veces hemos querido perdonar sin éxito? Muchas, seguro. Nos lo hemos propuesto como el más genuino de nuestros deseos, hemos hecho «dietas del perdón», «mapas del perdón» y hasta hemos llenado cuadernos con «planas» en donde tal vez hayamos mejorado nuestra caligrafía, pero no hemos conseguido el más mínimo progreso en materia de indulgencia. Ni siquiera nos han funcionado los «decretos» o las buenas intenciones. ¿Por qué, si legítimamente queremos ser misericordiosos? ¿Cómo es posible que no nos salga bien ese asunto de absolver a quien nos ha lastimado cuando estamos convencidos de que «ya está bueno de tanto enfado, y se supone que el más perjudicado soy yo, al recordar y alimentar el resentimiento de viejos agravios?»

Perdonar (del prefijo per- [acción completa y total] y donare [regalar]) implica en primer lugar estar dispuesto, pase lo que pase y de manera continuada, a «dar». Es un regalo para siempre, es un acto definitivo que no admite reintegros.  Y cuando hemos recibido algún tipo de perjuicio que supone una herida, la capacidad de «dar» a nuestro agresor, implica una labor muy cuesta arriba. Es que «perdonar» se dice fácil, pero dis-culpar supone un acto de descarga en el que tendríamos que rescatar a quien creemos tener atrapado a través de la culpa.

El acto de culpar espera un castigo perpetuo, uno que muchas veces no admite arrepentimientos. La culpa condena, y como cobra una deuda eterna, es una fuente inagotable de reencuentro con quien nos dañó. Entonces el perdón y la culpa, son opuestos que se complementan. Culpar nos mantiene vinculados, el perdón nos libera… y ambos son para siempre.

Todo lo dicho hasta ahora es seguramente lo que muchas veces te ha llevado a querer aprender a perdonar. Pero el problema es que perdonar no es un verbo que se conjugue en plural, porque es un proceso subjetivo. Quien pretenda enseñarte, te estará dando sus propias claves, sus personales descubrimientos y ellos no necesariamente son los que te sirvan o tú necesites encontrar. Perdonar no es un proceso que se pueda aprender de otros siguiendo lecciones, es un viaje que necesita ser vivido muchas vidas hasta aprender, y el rencor es el maestro.

Solemos entonces esclavizarnos a la idea de «tener que» perdonar, o estaríamos condenados a padecer una posible enfermedad. No necesariamente. Hay daños que no resisten alegatos y en donde no cabe la más pequeña absolución. Usted tiene derecho a no querer perdonar. Pero es importante que en el ejercicio de este derecho pueda discriminar, sepa diferenciar entre un dolor y un horror. Las penas pueden sanar, las atrocidades quedan tatuadas. Hay una gran diferencia entre usar el recuerdo como un acto de dignidad, que hacerlo por orgullo. Hay una gran diferencia entre exigir justicia y desear venganza.

Lo que no se cierra duele, sí. Va al fondo y eventualmente, emerge propiciando situaciones que nos permitan concluir lo que ha quedado abierto. ¿Pero cuántos pesares no nos acompañan a lo largo de nuestras vidas como sabios maestros que nos enseñarán a cuidarnos mejor en próximas oportunidades? El resentimiento es humano y es parte de la vida, muchas veces es una distorsión del dolor, una alarma tardía… y también un recordatorio.

Podremos asumir nuestra cuota de responsabilidad por haber permitido (quizá ingenuamente) que nos hayan vulnerado, tal vez hasta podamos reconocer que, en situaciones extremas, tengamos el potencial de perpetrar vilezas como las que nos han infringido, incluso podría ser posible que mientras expresamos la ira y dejamos salir el dolor que supura de nuestra herida, podamos agradecer haber tenido la oportunidad de aprender de nuestra aflicción, para finalmente ser capaces de decir adiós al resentimiento que nos ata a nuestro agresor por habernos lastimado. Pero no estamos obligados a liberarlo de su deuda. Cuando asumimos el perdón como un deber, puede ser tan lesivo como el resentimiento. Perdonar es una decisión, no una obligación.

Pero si la culpa de todas las desgracias recae sobre ti, si andas pidiendo perdón a diestra y siniestra, puede que seas tú el que es incapaz de perdonarse por algo que hiciste y esperas que otro te libere de tu carga. Si es así, entonces habrá llegado el momento del más difícil de los perdones, perdonarte a ti mismo. Pregúntate entonces si fuiste el causante de un dolor o de un horror…Y cualquiera sea tu respuesta, recuerda que perdonar no es un don con el que se nace, es una cualidad humana que se labra con el tiempo y se cultiva con humildad.

Victoria Robert

 

POSTIZA

Un día te levantaste con ganas de verte diferente, no sé, pareciera que la noche anterior, de repente y sin aviso, la imagen que te devolvió el espejo venía con algunas críticas destructivas que te hicieron sentir poquita y te hicieron llorar. Así que como no te ibas a dejar doblegar por ese casi insignificante tropiezo, decidiste cambiar tu aspecto, quizá un poco desvencijado para tu edad y para tu gusto. Partiste temprano a la peluquería y, como quien decide lanzarse en paracaídas sin entrenamiento, te pusiste en manos del estilista quien le puso un nuevo color a tu vieja cabellera reseca y marrón, ahora sedosa corta y perturbadoramente roja. Mientras te peinaban decidiste atender tus uñas, pero como estaban cortas, accediste a la idea de colocarte unas postizas, tan largas que no sabías muy bien cómo harías con el volante y la palanca de cambios una vez que fueses a buscar tu automóvil. Así que decidiste dar un paseo por el centro comercial mientras te adaptabas a tus nuevas uñas de acrílico con esmalte duradero fijado con rayos UV. De pronto, pasaste frente a una óptica y se te antojó comprarte unos lentes de sol. Hasta que no te hicieras el tatuaje de cejas que tanto querías y el maquillaje permanente, era preferible que nadie viera tu rostro, aún ajado por tu descuido. Entraste muy animada, tu nuevo aspecto te brindó un entusiasmo que querías disfrutar, pero mientras probabas algunas monturas, viste ese anuncio de lentillas de colores  que inevitablemente te lanzó a preguntarte « ¿Por qué no?». Como no hubo una respuesta convincente, procediste a probarte cada uno de los colores disponibles en el mercado. El atrevido rojo fuego que cubría tu cabellera merecía unos ojos, no sé, tal vez de color esmeralda o aguamarina. Y entonces descubriste lo linda que te veías con esa nueva mirada, tanto que decidiste salir corriendo al maquillador para que dibujara un nuevo rostro y te colocara, de una vez, unas largas y rizadas pestañas permanentes.

¡Lucías radiante!

Cuando llegaste a casa no podías esperar para correr al espejo del baño (que es el que tiene aumento) pero casi sin querer, viste la báscula… y todo lo que habías logrado hasta ese momento, se derrumbó ante la promesa de un número elevadísimo, si osabas colocarte sobre ella para chequear lo que seguro te estaba sobrando. No hubo tiempo, al subir la mirada desde esa balanza maligna hacia el espejo que devolvía tu adorable reflejo, viste tu figura duplicada en el cristal de tu ducha. No hacía falta exponerte al horror de confirmar tu sobrepeso, era visible: estabas gorda, «casi obesa» dijo el inconforme vidrio de la regadera que parecía haber empezado a hablarte sin piedad y para siempre. No sólo excedías el máximo admisible en «gorditos», también eras escasa en donde sí hubiera estado permitido algún tipo de opulencia. Ancha de cintura y de caderas, plana de por delante y por detrás. Un desequilibrio deslucido que cualquiera rechazaría. Quizá por eso estabas sola desde hacía un tiempo más que considerable –reflexionaste -, tal vez por eso nadie te ha querido. Lloraste con un desconsuelo que solo saben expresar los niños… y no había nadie allí para abrazarte. Fue una noche triste porque te había tomado todo el día sentirte nueva, y en un abrir y cerrar de ojos, todos tus esfuerzos y alegría se habían ido por el desagüe.

Una noche más en vela, otro nuevo amanecer, perseguida por los berrinches de tu imagen, otro día agotador que te exigirá cambiar aún más tu estampa, si es que no querías quedarte «para vestir santos».

Como las buenas amigas son tan eficientes en este tipo de emergencias, casi al mediodía ya tenías en tus manos la lista más completa de los mejores cirujanos plásticos del país y pasados dos meses, estrenaste tetas, culo, cintura y una piel sin celulitis. Una vez que desaparecieran hematomas, cicatrices e hinchazón, ¡podrías celebrar una vida plena! El problema es que no fue suficiente, porque a esa escultural figura había que acompañarla de una exuberante melena. Entonces te pusiste unas extensiones (esta vez rubias), no sin antes pasar por el cosmetólogo a rellenar tus labios y mejillas, y a pinchar de Botox esas incipientes e inaceptables arrugas alrededor de tus ojos (ahora de color azul marino).

… Y una vez lista para la conquista (una que tu belleza impecablemente esculpida no debería admitir porque estabas excesivamente hermosa como para no tener todavía la primera invitación ni al cine de la esquina), te atreviste a desafiar a ese espejo que meses antes había desplegado todas su crueldad sobre ti.

Pero ya no te reconociste. Aunque eras la misma chica insegura de siempre, ahora estabas enmascarada en el tallado del bisturí y te habías convertido en la esclava de tu próxima dosis de belleza.

Y como todavía no han aparecido prospectos, como aún no has tenido ni una sola oferta de amor, te sigues preguntando por qué nadie te quiere.

¿Acaso no te has dado cuenta que deberías haber empezado por ti?

 

Victoria Robert