¿QUÉ QUIERES?

Soy psicoterapeuta. Mi trabajo es hablar con las personas y ayudarlas a darse cuenta, y eventualmente, a resolver sus conflictos. Durante la sesión hago muchas preguntas, muchas, muchísimas.

Las preguntas son el alma de la terapia, son el bisturí del terapeuta. Estamos entrenados desde niños para responder automáticamente, como un acto reflejo a las preguntas. ¿Quieres experimentar?, estoy por hacerte una pregunta. Al leerla observa con atención qué haces dentro de ti. La pregunta es: ¿qué hora es?…

¿Qué hiciste? ¿Viste el reloj? ¿Buscaste la hora en el teléfono o la computadora? La pregunta activó en ti el mecanismo de búsqueda de la respuesta. En Gestalt diríamos que una pregunta sin respuesta es una “gestalt abierta”, una situación abierta y eso crea tensión en nosotros.

Las preguntas en terapia te exhortan a buscar para encontrar, y así poder ver tus conflictos desde otra perspectiva y percibir un viejo problema de manera novedosa.

Hay preguntas profundas y pregunta superficiales. “¿Qué quieres?” puede sonar “trivial”, pero es una interrogante que admite muchos otros niveles. Si queremos profundizar, “¿Qué es lo que ‘realmente’ quieres?”,  puede ser una de las preguntas más poderosas que usamos en terapia. Y es poderosa porque quieras lo que quieras, responderás en función de tu motivación. Muchos expresan que desean un montón de cosas: quiero ser exitoso, saludable, buena persona, diferente, etc. Pero si te pregunto si te estás moviendo en función de lo que quieres y tu respuesta es “no”, entonces no quieres lo que aseguras querer, o no lo quieres lo suficiente como para actuar. Es decir, por tus acciones, pareciera que quieres otra cosa.

Creo que todos tenemos la capacidad de cambiar y no necesitamos de una fuerza externa para hacerlo. Esa fuerza está en nosotros. Para cambiar tengo que decidir que ese objetivo es ventajoso para mí y para lograrlo, mi deseo de cambio tiene que ser mayor que mi deseo de evitar ese cambio. Por ejemplo: siempre he querido aprender a dibujar a lápiz, pero es tanto lo que tengo que dibujar y practicar que en realidad prefiero descansar. Entonces mis acciones, son las que dicen lo que quiero. En este caso, descansar. Y eso está bien para mí, no estoy dispuesto a pasar horas dibujando, aunque muchas veces me repita que quiero aprender a dibujar.

Es como si fuéramos dos personas en una, una de ellas es la que hace el trabajo, es la que actúa, y la otra está siempre queriendo cosas y solo pide, no hace más que pedir. Así pues, uno de los “yo” quiere que el otro aprenda a dibujar a lápiz y éste, que siempre está haciendo cosas, trabajando, leyendo o estudiando, jerarquiza sus necesidades y…voila, necesita descansar. Es decir, el yo que hace y actúa, es el que decide, porque el otro es como un niño, pide, pide y pide.

Así que la próxima vez que desees hacer algo, hazte estas preguntas:

¿Qué quiero?

¿Qué estoy haciendo para lograrlo?

Si tus acciones te alejan de tu objetivo, entonces pregúntate si realmente lo deseas. Si tu respuesta es “si”, entonces es hora empezar.

Alfredo Tugues Plaza

ABUELA TRISTIA

Había una vez un niño muy chiquito, tan pequeño que cuando se sentaba, sus pies no alcanzaban el piso. Si se colocaba sobre el alzapié de guitarra de su papá, solía pedir un deseo: «ser grande». Se notaba su contento porque sus piernas se columpiaban dibujando en el aire un pentagrama colmado de notas musicales brillantes y animadas. Cuando no, sus pies doblaban las puntas hacia adentro, como buscando mirarse para darse consuelo. Se encerraban, se escondían. Nadie podía adivinar el secreto en ese gesto sutil, porque como había comprendido que la tristeza no era bien recibida en casa, los músculos de su cara dibujaban una sonrisa automática e hipócrita.

El padre del pequeño le había enseñado que las lágrimas «no debían ser». Entonces, ante los gritos, el ceño fruncido y la desaprobación de papá, el niño aprendió que evaporar sus lágrimas, era lo mejor. Ese señor practicaba el oficio de reprimir cualquier manifestación de dolor y, pretendiendo amputarlo, producía mucho más daño. Creía que el oponerse a él lo pondría a salvo, no sabía que negar doliera tanto a la larga. Estaba convencido de que los varones, cuando gimoteaban, no crecían, y que las niñas lloriqueaban para conseguir que algún bobo distraído les complaciera sus caprichos. Todas sus órdenes y negativas, eran dadas pensando en «el bien de los muchachos». Por lo tanto, no permitía lamentos ni suspiros, e insistía en afirmar que la única consecuencia de esas gotas saladas en los ojos de los niños, eran las lagañas.

La madre de ese chiquillo le temía a cualquier expresión de abatimiento de «su bebé». Temblaba de solo verlo frustrado. Así que se hizo experta en el ejercicio del aborto prematuro de la aflicción. Esta mujer dulce y solícita, impedía con su miedo, cualquier manifestación de pena, echando mano a la teta, al caramelito, al juguete, a los «upas», arrumacos y morisquetas… Tenía un arsenal de recursos y un talento inusitado para cambiar lágrimas por risas. Se creía buena, se sentía santa, se sabía especial.

Un día, ese niño al que le habían vedado el desánimo, notó que su piel, su cabello y sus uñas, olían a amargura. Desconocía el origen de esa extraña fetidez. No sabía que tragarse las lágrimas durante tanto tiempo, le provocarían el «Síndrome del llanto estancado», cuyas características principales son el hedor y la hostilidad. Pero como necesitaba con desesperación la aprobación de su padre y la sonrisa de su madre, no le importaba la violencia que este dique (autoimpuesto) le generara. Hizo de la arrogancia su sello personal, se burlaba de los lloraban  y, un día, terminó pateando a su perro para que no aullara. Frente a su madre, simulaba llantos insoportables que solían recompensarlo con consuelos, mimos y golosinas. En fin, se convirtió en un niño gordo, resentido y manipulador. Verlo (aunque haya sido desde lejos) era presenciar el más triste de los espectáculos.

El cuadro era tan desalentador, que apareció la Abuela Tristia… una vieja sabia, de larga cabellera cenicienta que se presenta cuando ya no podemos respirar de tanto aguantar. Siempre llega acompañada de Minerva, su hermosa lechuza gris y, con sus manos suaves y ancianas, es capaz de devolverle  a cualquiera su derecho natural al desahogo. Cuando ella acaricia, hace llorar. Pero es un llanto anhelado porque da salida a las lágrimas. Es una hechicera cuya mirada compasiva es tan potente, que nos entrega aceptación y alivio. Y después, un fenómeno mágico toma la materia del sollozante… porque su piel, su cabello y sus uñas, empiezan a oler a jazmín.

Cuando la Abuela Tristia se hace presente en nuestras vidas, en ese instante, dejamos de ser pequeños. Nuestras piernas se estiran hasta tocar el piso y dejan de mecerse en el aire de la desdicha negada. Y por muy absurdo que parezca, una vez que lloramos como niños y suspiramos, nos calmamos y crecemos… y entonces, podemos volver a soñar.

Una madrugada, el niño que ahora huele a jazmín, despertó movido por lo que parecía el resplandor de la luna, pero descubrió que el brillo no venía desde tan lejos. Allí estaba Tristia con sus manos viejas, ofreciendo caricias al desconsolado cabello de su padre. Entonces el niño se acercó a papá, se sentó en silencio a su lado, y con la serenidad que da la experiencia, lo dejó llorar.

Y Minerva alzó su silencioso vuelo hacia la luna, dejando la casa inundada de olor a jazmín.

Victoria Robert

TODO ES PLACEBO

  • La cirugía placebo funciona mejor que las inyecciones placebo.
  • Las inyecciones placebo funcionan mejor que las píldoras placebo.
  • La acupuntura funciona mejor que las píldoras placebo.
  • Las cápsulas placebo son mejores que las tabletas placebo.
  • Las píldoras placebo grandes funcionan mejor que las pequeñas.
  • A más dosis placebo diarias, mejor.
  • El placebo, mientras más costoso, mejor.
  • El color del placebo hace una gran diferencia.
  • El placebo azul es 2.5 veces más relajante que el placebo rosado.
  • El nombre también es placebo.
  • El placebo mejora con el tiempo.
  • Saber que es placebo lo que te están dando, no afecta los resultados.
  • El placebo también funciona con animales.
  • El alcohol placebo…emborracha.
  • El placebo es particularmente efectivo en el dolor.
  • El ejercicio también es placebo.
  • El placebo no solo funciona con la salud.
  • Decirle al paciente «esto te quitará el dolor» funciona más que decirle «esto te puede ayudar».
  • El médico también es placebo…así como su fama.
  • Las empresas farmacéuticas tienen que gastar millones para que sus medicinas sean mejores que el placebo.
  • El 80% del efecto de los antidepresivos…es placebo.
  • El placebo es la sustancia más estudiada por la ciencia, funciona en el 83% de los casos…
  • Y todo es placebo.
  • Creer en un Dios misericordioso funciona mejor que creer en un Dios castigador.
  • Y creer en ti funciona mejor que creer en Dios…
  • Y creer en ti funciona mejor que creer en Dios…

…pero hay que echarle bolas.

AlfredoTugues Plaza

LA BICICLETA VOLADORA

Corrías tras los cometas de tus amigos con la ilusión de que cuando se mezclaran con las nubes, podrías arrancarle el hilo a alguno de ellos y alzar vuelo. Luego aprendiste a elevarlos tú con la esperanza de que cuando sacudieran su larga cola de dragón hecha con tiras de gasa, la fuerza del viento levantaría del parque polvoriento (cubierto de hojas secas y caca de perros callejeros), tu liviana estatura nacida para planear, lanzarse e incluso, flotar en el aire. Cuando aprendiste a leer fluido, descubriste en aquel libro de ingeniería aeronáutica que te regaló tu papá, que por leyes de la física, jamás podrías surcar el cielo impulsado por un volantín hecho de papel cebolla y madera balsa. Pero no te importó, porque en ese libro también te enteraste cómo podías hacer avioncitos. ¡Avioncitos! ¡Los Dioses del universo! Entonces creíste que armarías un planeador lo suficientemente gigante como para que, montado a «caballito» sobre él, pudieras impulsarte desde el pico más alto que conocías. Esa cumbre fue el punto inicial de la pista en donde muchas veces te dejaste resbalar sobre un latón tamaño sábana, que le habías robado al techo del granero de tu abuelo.

Tus proyectos de aeromodelismo a escala personal fracasaron, pero no doblegaron tu espíritu aventurero. Con la plancha de zinc tampoco llegaste a volar, así como se dice VOLAR, pero te deslizaste a tanta velocidad al ras del suelo, que seguramente lograste despegar algunos segundos, y hacer de esa chapa, una primera aproximación a una alfombra (metálica) voladora, moderna y de manufactura casera. Estabas orgulloso pero no conforme. Tú querías tripular una nave. Elevarte, volar de verdad, como lo hacen los pilotos.

Y entonces viste en televisión a unos chicos más grandes que tú, elevando bicicletas en triples saltos mortales sostenidas en el aire como colibríes en el atardecer. Se te derramó el «Toddy» sobre la franela de la escuela pero no te afectó, porque se había presentado ante ti la oportunidad de saltar al vacío, de hacer acrobacias en el aire y caer sobre ruedas, a pesar de los rasguños.

Acudiste al «Niño Jesús», a «Santa» y a «Los Reyes Magos» juntos, y prometiste que sería lo último que pedirías en toda tu vida: «Después de esto, no los molestaré más, lo juro». Así dijiste.

Por lo que te habían dicho tus padres y los padres de tus amigos, sabías que había muchos niños en el mundo a los que ellos debían concederle algo todos los años, y que esa máquina mágica, valía por los próximos regalos hasta fueses grande.

Y te cumplieron.

Pero eras tan chiquito que tu mamá influyó en ellos para que tu bicicleta viniera con unas rueditas traseras que según los grandes, «te ayudarían a conducirla sin caerte». Y a partir de ese momento empezaste a conducir en tu bicicleta segura y estable. Y pedaleaste y pedaleaste por muchos caminos predecibles, con rayados de tránsito y sin un solo bache que te permitiera levantar vuelo.

Y ahora estás aquí, adulto, apoltronado en el asiento de esta vida sin alas pero con rueditas, y demasiado obeso, como para cumplirle el sueño a aquel pequeño que quiso volar y nadie lo dejó.

Un día de estos, el «Niño Jesús», «Santa» y «Los Reyes Magos» juntos, tocarán a tu puerta para pedirte cuentas. Pero como tal vez te has acostumbrado demasiado a tu cómoda vida sin grandes riesgos ni pasiones, no sabrás que  con ellos, escondido tras sus ropajes de lana, peluche y oro, estará aquel chiquillo reclamando su triple salto mortal.

Victoria Robert

¿ME QUEJO O NO ME QUEJO?

Siempre, desde tiempos inmemoriales, ha existido esa manera personal de expresar penurias y poner de manifiesto la impotencia para que no duela tanto. La queja en su estado natural, es una de las formas que tenemos de compartir las penas. Razones para quejarnos hay muchas, los motivos pueden ser infinitos y las formas pueden ser tan diversas, como versátil es la existencia humana, animal y vegetal.

Todos nos quejamos. Cuando las flores se marchitan, están haciendo uso de su legítimo derecho a la queja. Pierden su color, aroma y lozanía. Así se lamentan. Pero si mueren porque alguien las arrancó, entonces se arrugan y derriten, mostrando su dolor. Las hojas, hacen huelga durante el otoño. Dejan testimonio de su pesar en su caída, y regalan para el recuerdo una  extraordinaria alfombra de colores sepia. Las hojas son hermosas cuando se quejan.

Muchos animales se quejan en silencio. Cuando dejan de comer o jugar, sabemos que algo anda mal, pero como son tan nobles, procuran no molestar. Simplemente se repliegan, se retiran al rincón más tranquilo y oscuro para transitar por su pena, solos. Algunos también aúllan o braman, o mugen o rugen, como usted quiera. Cada uno según su tamaño, color, forma y hábitat, tiene su llanto, su lamento… su « ¡me duele! ». Los peces se sacuden y se dejan chupar por el océano hasta el fondo. Algunas aves se deprimen y dejan de volar. Los reptiles se desorientan o violentan. Los mamíferos se refugian en su manada o quizá esperen a que su queja sea atendida y confortada por alguien capaz de comprender su padecimiento.

Los humanos no somos muy diferentes ante el dolor. Suspiramos, resoplamos, lloramos o decimos. Y nos quejamos porque  es una manera de reconocer que estamos sufriendo, en la esperanza de que nos den una mano. Cuando es así, cuando la queja responde a la necesidad de sentir alivio, tiene un fin terapéutico. Muchas veces al quejarnos, al expresar nuestras experiencias de displacer como el miedo, la rabia o el dolor, conseguimos calma y descanso. De alegría no nos quejamos y a la tranquilidad, solemos aceptarla casi sin darnos cuenta.

Hay cuerpos que se quejan. Cuerpos encorvados con caras largas y ceños pronunciados que denotan molestia. Cuerpos con el pecho hundido y los hombros adelantados que muestran tristeza. Cabezas gachas y rodillas dobladas que indican derrota.

También hay voces que se quejan sin pronunciar palabras, murmullos con cadencia de lamento. Letanías en tono abatido. Hay voces que lloran sin soltar una sola lágrima.

Pero hay quejas que huelen a sacrificio y en vez de obtener comprensión, producen hastío o lástima, o nos hacen sentir culpables por omisión y nos obligan a hacer cualquier cosa con tal de silenciarlas. Esas quejas manipuladoras, lejos de producir consuelo, suman frustraciones y son inefectivas. Consiguen atención, pero es una atención definitivamente negativa. Es como comerse una gigantesca olla de frijoles y luego dedicarse a inundar el aire del prójimo, con su irreversible perfume.

La mejor manera de neutralizar el influjo de esta fuerza que impone complacencia, es moverse. Frente a las emergencias, dejamos de lamentarnos para ponernos en acción. Y la pulsión por aliviar lo que duele (aunque sea por un instante) vence a esa sensación de fracaso a la que, tantas veces, insistimos en rendirle culto.

Así que cuando te quejes, pregúntate qué necesitas, revisa lo que consigues y  explora cómo te sientes cuando lo haces. Así sabrás cuál es la cualidad de tu queja y comprenderás por qué, en ocasiones eres escuchado y en otras, ignorado.

Victoria Robert

CURRICULUM VITAE

Hola, mi nombre es Helena y no soy buena conociendo nuevas personas porque soy la hija insegura del medio. Mi hermana mayor, es los ojos de mi papá y mi hermano menor, el consentido de la casa. Además, de niña era disléxica y sufrí de déficit de atención, y en la adolescencia algo me pasó pues desde entonces soy introvertida. Actualmente tengo problemas con mi esposo pues estoy haciendo una dieta que me pone de muy mal humor y a veces hasta me deprimo. Mi gastroenterólogo me dijo que soy intolerante al gluten y la lactosa, y cuando el clima está nublado aparece un dolor de cabeza que me nubla a mí también.

Hola, soy Manuel, abogado. Descendiente de una familia donde los primogénitos somos abogados, pero además estudié también ingeniería electrónica y actualmente estoy haciendo una maestría en comercio exterior. Como soy el hijo mayor, soy líder por naturaleza y me tocó cuidar y velar por mis hermanos menores. Como todos los primogénitos, soy el único hijo que fue hijo único y le quitaron el puesto, varias veces, y gracias a eso soy una persona independiente, autosuficiente y moralmente intachable. Jamás en mi vida me he enfermado más allá de una común gripe estacional.

Hola, soy Isabel I La Católica también llamada Isabel I de Castilla. Nací en Madrigal de las Altas Torres, España, 1451. Soy Reina de Castilla y León y de la Corona de Aragón. Hija de Juan II de Castilla y de Isabel de Portugal. Tenía solo tres años cuando mi hermano Enrique IV ciñó la corona castellana. Puse gran empeño en la expansión ultramarina en el Atlántico, que iniciada con Canarias, culminaría con el descubrimiento de América. Aunque después de las primeras empresas colombinas, ni yo ni mi marido (Fernando de Aragón hijo de Juan II de Aragón), aunque seguimos protegiendo a Cristóbal Colón, no quisimos seguir financiando la conquista.

Hola, mi nombre es Jack, soy asesino en serie de identidad desconocida y cometí varios crímenes en 1888, principalmente en el distrito de Whitechapel, en el EastEnd de Londres, así como en las áreas empobrecidas de los alrededores. Me dicen Jack el destripador, apodo que tuvo su origen en una carta escrita por alguien que se adjudicaba mis asesinatos bajo este alias y, como resultado de su difusión por los medios de comunicación, dicho nombre pasó a ser conocido por la sociedad en general. Soy un asesino inteligente, eficaz, burlón, astuto, frío y obsesionado con los crímenes de prostitutas de barrios pobres. Mi  modus operandi distintivo consiste en la estrangulación, degollamiento y mutilación abdominal. Tengo conocimientos de anatomía y cirugía.

Hola, mi nombre es Dolores, soy maníaco-depresiva o bipolar, como se le dice ahora, pero a mí me gustan las dos. Soy mitómana, histérica y algo psicopática también. Estoy medicada desde los 14 años y el día que perdí mí virginidad quedé catatónica por 6 meses. Tengo 40 años, me han visto no menos de 20 especialistas entre psiquiatras, psicólogos, psicoterapeutas, neurólogos y uno que otro brujo. Todavía vivo con mis padres, ambos viven para mí, soy el sentido de sus vidas. Mis 3 hermanos ya no viven en casa, están en el exterior, no pudieron conmigo.

Nuestra cultura nos ha enseñado que hay una gran diferencia entre presumir de mis éxitos, logros y fortalezas y buscar simpatías usando mis debilidades y vulnerabilidad. Y me pregunto ¿son realmente diferentes? Ambas son maneras de impresionar, ambas son peticiones para ser tratado como una excepción y ambas son molestas. Si le pusiéramos subtítulos dirían algo así:

«Hola, soy el macho alfa, el depredador” o “fíjate en mí, me recuerdas, soy la tímida.»

Nadie te quiere por tus logros o debilidades, te quieren a pesar de ellos. Las etiquetas son máscaras con las que nos identificamos a tal punto que hasta daríamos la vida por ellas. Por lo general, nos sirven de referencia para ubicarnos en el entorno y relacionarnos con él. El problema es que solemos  perdernos en la identificación con la máscara, y el resultado de eso es una vida inauténtica que a la larga, nos hace muy infelices.

¿Sabes quién eres sin tu nombre, sin tus títulos, sin tus roles, sin tus emociones, sin tus pensamientos?

¿Sabes quién eres?

Alfredo Tugues Plaza

JACK EL PROCRASTINADOR

Has dejado pasar tantas oportunidades y has pospuesto tantas actividades necesarias, que has llegado al punto en donde todo se ha convertido en una emergencia. Dices que funcionas mejor bajo presión y que «es mejor dejar para mañana, lo que tienes que atender hoy». Crees que dejarte llevar como una veleta hacia donde sople el viento, es una cualidad que resguarda tus buenas ideas, tus salidas espontáneas y tus soluciones ingeniosas. Y muchas veces te ha ido bien. Pospones tus compromisos del mismo modo en que te cambias los calzones y te has hecho experto en conseguir excusas que ni tú mismo crees. Eres el clásico tipo que sabe «resolver» cuando tiene el agua al cuello… hasta que se ahoga.

Dejas remojando ideas, trabajos, diligencias y citas médicas. Te haces el loco antes de tomar decisiones que involucren algún tipo de riesgo y contradictoriamente, por no tomarlas, te hundes cada vez más. Porque cuando corres la arruga, la arruga crece y las ocupaciones no atendidas se transforman en pre-ocupaciones, las responsabilidades diferidas se convierten en negligencia, las gestiones olvidadas acumulan deudas y cuando no atiendes tu salud, terminas en la emergencia de un hospital.

Esa cualidad de silbar cualquier melodía mientras miras para otro lado, ese talento para cambiar el tema de manera oportuna, esa habilidad para no confrontar lo ineludible, pareciera expresar pereza. Pero no. Muchas veces es producto del cansancio por la lucha estéril entre lo que «debes» y lo que «quieres». También es por miedo a toparte con un conflicto si asumes una posición poco popular. O es tu incapacidad de poner límites y decir que no, cuando sabes que no puedes cumplir. Entonces, cuando la realidad te toca la puerta y te pide cuentas, deflectas, desvías, haces chistes e inventas razones. Y aprovechándote de tus dotes para hablar y hablar y hablar hasta marear a quien te reclama, logras robarle tiempo a otra de tus tareas que se convertirá en tu más próxima emergencia, mientras te ocupas de la que ya no puedes seguir aplazando.

El problema es que como no te haces cargo del miedo, te haces experto en evitar. No es que te tomes un tiempo para pensar mejor las cosas, es que pretendes ganar tiempo mientras esperas que las cosas se arreglen solas. Y es que usar «el pensar»  como un «pasatiempo», es el más inútil de los recursos.

No te apropias de lo que necesitas, no enfrentas, no desafías,  no te opones, no das la cara y dejas pasar. Eres un «no» maquillado que prefiere pulir sus palabras para describir bonito, lo que es feo.

Y así se te pasa la vida, explicando por qué no has cumplido con lo que aceptaste hacer, mientras dejas de lado lo que necesitas terminar: cerrar una relación laboral que no te valora, terminar con una pareja que ya no da más, ocuparte de la grieta en la pared o del grifo que gotea, poner en orden tu vida aunque te moleste y duela. Elegir y desechar en vez de evadir, hará que ganes y pierdas, pero si haces esperar a los amigos, al jefe, a la familia, algo de ti también es demorado y desespera.

Así que querido Jack, recuerda que cuando procrastinas, te descuartizas sin darte cuenta, y esos pedazos de tu tiempo amputado, no vuelven, no se recuperan, simplemente se lamentan.

Victoria Robert

TÚ Y YO

La consulta terapéutica es un espacio privilegiado para quienes somos requeridos. Para ambos en realidad, pues quien pide consulta, por muy dolorosa que sea la aventura de zambullirse en sus profundidades, siempre recupera algo de sí. Lo hace porque necesita crecer y aprender a valerse por sí mismo en una vida que (más allá de los esfuerzos que hayan hecho los adultos que una vez lo guiaron) no trae manual de instrucciones. Pero la silla del terapeuta suele tener un particular poder otorgado por los pacientes que acuden en busca de ayuda, creyendo que quien la ocupa, ya aprendió, ya aprobó con mención honorífica, las lecciones correspondientes a «Vida 1, 2, 3 y 4 a la n», como asignaturas obligatorias. Además están el resto de las materias electivas adicionales como: pareja, trabajo, padres e hijos, por mencionar las más comunes. Entonces asumen que estamos elevados y, que como tenemos influencias importantes con los sabios celestiales, poseemos la clave para que sean más felices y no esa suerte de madeja enredada y maloliente en la que se ha convertido su existencia, hasta en los rincones más deshabitados de su cotidianidad. Es un privilegio y también una responsabilidad. La mayoría de las veces, nos encontramos con personas vestidas de hombres y mujeres grandes pero muy frágiles, a los que primero hay que acompañarlos a conocer las callosidades de su espíritu, para que aprendan a limarlas, luego ablandarlas y finalmente apreciarse. A partir de allí, lo que sigue es atreverse a cambiar, asumiendo los riesgos de ser quienes son y serán.

La consulta terapéutica, aunque brinda las oportunidades para aprender a sentirse seguro en las infinitas decisiones que comprometen el porvenir, no blinda al paciente. Más bien le muestra que es ineludible exponerse, si es que quiere tener una vida plena (con altos y bajos sí), pero completa.

Entonces recibimos a seres confundidos, perdidos entre miles de preguntas y respuestas que los hunden en el abismo del «no sé». Así, vienen los buenos a ultranza, los vivos sin sensibilidad, los que perdonan por decreto para evitar conflictos, los que perdieron la esperanza. Son seres desconocidos para sí mismos. Entran a terapia justificando su fragmentación, manipulando para obtener cambios afuera sin cambiar adentro. Amputaron aspectos vitales de su personalidad y pretenden, así mutilados, que el entorno les brinde las soluciones,  muletas o prótesis y, además, que no se note. Una suerte de hombres y mujeres con «alma biónica» que esperan salir como nuevos y «sin defectos». Como si ese patrimonio al que juzgan como máculas a esconder, no fuese el soporte de sus atributos y, a veces, su auténtica virtud.

Suelo ver a algunos de mis pacientes como si estuvieran inconclusos. Por ejemplo: al que no reconoce su rabia, lo imagino sin hígado, a quien se le cayó en alguna parte del camino la alegría o la compasión, lo visualizo sin corazón, al que es puro miedo y no encuentra valor, luce ante mí sin piernas, al que es pura bondad e indefensión, carece de dientes y muchas veces, hay pacientes que entran sin cuerpo, apenas una cabeza flotante recorre el espacio terapéutico, sin poder sentarse y descansar.

Y con el transcurrir de las sesiones, cuando empieza a darse la alquimia, y entre los dos, alumbramos nuestro re-nacimiento para ver cómo uno de sus muñones emocionales empieza a crecer, me pongo muy feliz. Y entonces, los veo salir por la puerta cada vez más preparados para encarar sus desafíos, cada vez más enteros, más vivos.

Y yo me quedo sentada en mi silla, mi hermosa y humilde silla de aprendiz, que me ha dado la fortuna de ser parte del camino de estos seres, para también reunir mis propios fragmentos y crecer en esos encuentros… entre tú y yo.

Victoria Robert

LA REINA DE CORAZONES

«¡Ay!, la pobre princesa de la boca de rosa
quiere ser golondrina, quiere ser mariposa,
tener alas ligeras, bajo el cielo volar»

Rubén Darío

Vives para respetar las normas porque eres «El Pilar» de tu familia o tu empresa, hasta que despiertas y no te puedes levantar de la cama. Estas quebrada física, psicológica y emocionalmente. Aturdida, casi obnubilada, consigues sacar fuerzas de donde no sabías que tenías y continúas, porque naciste con una deuda, una culpa que no te pertenece, y un deber: cuidarle la vergüenza a los tuyos, mantener la imagen para «el qué dirán», velar por su tranquilidad. Y una vez más, te inmolas.

Vuelves a obedecer a creencias tragadas que se alojaron en tu psique desde niña. Y te pierdes en paradojas que enuncian una doble necesidad, un doble compromiso: con los demás y contigo.  El tuyo lo has desdeñado durante años por temor o por honrar valores rancios que te están traicionando segundo a segundo.

Te debates entre preservar el status quo y su engañosa seguridad, o lanzarte a lo desconocido, con sus promesas inciertas. Lo que no sabes es que cualquiera de las dos opciones, están revestidas de inmensos riesgos. Porque es un riesgo no moverte, quedarte en el mismo lugar en donde ya te sientes aprisionada, y es un riesgo saltar al vacío sin tener un colchón inflable que te esté esperando. Por eso esperas y corres la arruga. Por eso pospones tu decisión de romper, de trasgredir y, cuando lo haces, no sabes que estás llenando de basura un globo que, cuando estalle, salpicará a todos. Y esa también es tu excusa. Entonces, por no querer explotar, acumulas y explotas.

Ese es el coctel de la impotencia, una mezcla de frustración, dolor y rabia contenidos. Un brebaje peligroso. Una condición crónica y progresiva… que puede ser mortal.

¿Qué hacer? Lo sabes. LO SABES.

Algo tendrás que perder cuando elijas. No es posible tenerlo todo. Temes quedarte sin el aprecio de los tuyos, y pagas una factura enorme en nombre del amor. Crees no merecer su afecto si no les sigues cuidando su «moral y buenas costumbres».

¿Acaso no te das cuenta que si tienes que gastar, no es amor, sino una transacción?

¿No ves que mientras más cumples con los otros, menos te das a ti?

¿De verdad crees que siendo buena, eres buena? No. Eres mala. Muy mala. Pésimamente mala contigo.

¿Esperas recibir lo que resta, después que te has vaciado? Ese es el camino más largo y doloroso. Esas son migajas…

Hubo una vez una princesa que le cuidó la imagen a su reino y enfermó de bulimia y anorexia. Fue vilmente señalada, traicionada y usada. Y como ella no sabía defenderse, fue apagando cada vez más su luz. Y mientras todos los que ella protegía, hacían de sus vidas lo que les daba la gana, ella continuaba respetando las reglas y el protocolo, aunque de vez en cuando se atrevía a sortear una que otra regla para procurarse pequeños instantes de placer. Y por eso fue sentenciada y se convirtió en el «chivo expiatorio del reino», en la culpable de todas las vergüenzas.

Un día, el menos previsto, el menos conveniente, la princesa explotó. Se cansó de ver cómo todos sus esfuerzos por hacer el bien, eran dañinos para ella, e insuficientes para los demás. Entonces, se dirigió al centro de la plaza del pueblo y exclamó:

  • ­¡Está bien! ¡Soy puta, soy puta, SOY PUTA!… ¡Y QUÉ!

Y ese día volaron por los aires todas las máscaras del reino y ella empezó a descubrir el alivio de soltar cargas que no le pertenecían.

Había muerto la princesa tonta y había nacido La Reina de Corazones. La que sabe cortar cabezas si alguien osa meterse con la suya.

Y entonces, nunca más… ¡NUNCA MÁS!

Victoria Robert

ME SIENTO SOLO

Estoy rodeado de personas que me aprecian, pero me siento solo. Saludo a diario a una suma considerable de conocidos, pero cuando llego a casa, me siento solo. Chateo con muchos amigos en mis redes sociales y aún así, me siento solo. Visito  a mi familia regularmente, pero igual, me siento solo.

Es un vacío, una ansiedad que se instala en mi estómago y no me deja en paz. Se transforma en miedo o en tristeza, y se parece a una necesidad que no he podido bautizar porque no comprendo. Un agujero que intento ocupar con distracciones, compras, comida, amores nuevos, incluso con peleas, pero que no logro llenar. Es un saco sin fondo que me somete y me obliga a especular, a ver si en algún lugar de mi futuro, encuentro la solución. A ver si en algún instante de mi pasado, consigo su origen o explicación. Me la paso inventando consuelos instantáneos y, aunque pensar me desvía un poco del ahogo, al final me angustio más y me confundo.

¿Te reconoces en alguno de estos ejemplos?

¿Quién está alojado en tus vísceras y clama por un poco de atención?

¿Quién te ruega por compañía? Y tú, buscando silenciarlo.

¿Es tan desdeñable ese «otro tú», que insistes en buscarle cualquier custodia, menos la tuya?

Y si es así, ¿cómo pretendes que alguien lo quiera?

A veces es vital detenernos a escuchar nuestra soledad. Aquí. Ahora. Abrir los ojos frente a ese vacío sin nombre que respira en nosotros y nos hace llorar. Sentirlo, indica el camino para aprender de él, es el legítimo reclamo corporal y emocional de tu niño abandonado, ya no por tus padres, o viejos amores. Sino por ti.

Imagina que tienes a tu cargo a un pequeño igual a ti, cuando solías esconder los mocos debajo de la mesa en pleno almuerzo. Tienes que satisfacer sus necesidades, brindarle protección, afecto, enseñarlo, jugar con él y, algunas veces, ponerle límites. Porque si ese chiquillo se siente con la confianza desbordada, querrá hacer de ti su servidor incondicional. Pero si en vez de encargarte de él, se lo dejas a cualquier vecino, al próximo amor o a los amigos, por ejemplo (que ya tienen sus propios niños, además de sus hijos), y lo descuidas… lo estás dejando solo. Si logras visualizarlo, sabrás que luce desamparado. Y eso duele.

No eres tú, adulto ocupado y distraído el que está aislado, es tu pequeño que ha encontrado en la angustia que te produce, una fisura en tu conciencia irresponsable para que lo ayudes.

Así que la próxima vez que te sientas solo, cállate. Escucha. Dirige tu atención a tu corazón agitado, a tu abatimiento, a tus suspiros insaciables de aire fresco y observa tu aturdimiento. Verás que no es soledad. La soledad es silenciosa y serena. En cambio la desolación, grita.

Cuando te des cuenta lo que le haces, no podrás evitar correr a abrazar a tu pequeño. Solo así podrás estar tranquilo para darle la confianza de ser merecedor del afecto de terceros. Entonces, esos terceros, en vez de huirle a tu dependencia afectiva, podrían ser condimentos cautivadores que inunden tu existencia de pura novedad.

Bríndate la oportunidad de descubrir que estar solo, es la mejor manera de estar acompañado.

 Victoria Robert

¿QUÉ HAGO CON MI VIDA?

Cada persona que acude a terapia, trae consigo esta interrogante: ¿Qué hago con mi vida? ¿Qué elijo ante determinado dilema? ¿Qué puedo hacer conmigo?

El psicoterapeuta sabe que todas las respuestas la parirá quien elabora la pregunta, pero hasta que no tome conciencia de cómo está viviendo, evitando o interrumpiéndose, no podrá avanzar. Cuando el paciente entra a consulta, aunque no lo aclare, espera del psicoterapeuta una guía, información e incluso consejos. Confía en su psicoterapeuta más que en él y quiere «salidas rápidas» o «fórmulas sencillas» para encarar su vida. Pero para que la existencia sea plena, es necesario conocerse. Y eso va más allá del uso de «herramientas» a las que suelen aludir libros de «recetas», bien intencionados, pero muchas veces inefectivos. Las transformaciones humanas no se producen por decretos, deseos o un patrón de pasos a seguir por todos y por igual. Somos seres sensibles dotados de complejidad. Los cambios se dan cuando el organismo está listo. Y cada ritmo es único. Cada proceso es absolutamente individual.

Afrontar ese desconcertante « ¿qué hago con mi vida?», encarar el rumbo hacia el descubrimiento de múltiples respuestas (sin atajos), puede ser una experiencia enriquecedora, aunque forzosamente confrontadora.

¿Cómo es que no sé qué hacer con mi vida? Si es mía, si me pertenece, si soy yo quien la ha construido, alterado, sustentado. Pues sí, muchas veces pasa. Hay períodos en donde se pierde el norte. Entonces, es necesario detenerse para conocer y depurar los aspectos internos que están entorpeciendo la calidad de nuestras relaciones, primero con nosotros mismos, y, en consecuencia, con el mundo. Ocurre que de tanto esperar que el universo o el azar, se encarguen de una vida que nosotros mismos hemos desatendido, terminamos olvidando el camino. Y nos perdemos.

Pero no importa. Fíjese que en esta pregunta que usted se hace, más a menudo de lo que desearía, está contenida la respuesta. Es una conclusión general claro, pero muestra la punta de la madeja que solamente usted puede desenredar.

« ¿Qué hago con mi vida?», es una interrogante que devela interés, supone una necesidad y expresa fragilidad.

Puede convertirse también en una exclamación:

« ¡Qué hago con mi vida!» Lo confronta, lo exhorta a cambiar.

Y si la convierte en una afirmación, «Yo hago con mi vida», sabrá que es usted el que  la forja, que su vida es suya y que nadie, ni el psicoterapeuta, puede hacer «pipí» por usted.

Necesitará tiempo para sumergirse en las profundidades de su mente confundida y su alma rota. Necesitará prepararse para asumir las responsabilidades de los cambios que impone el crecimiento. Y necesitará descubrir su propio camino.

Pero créame, lo que en un principio empieza siendo una tarea vital: ir a psicoterapia para «salir del foso», con el tiempo se transforma en una actividad que se hace por placer y fascinación.

Porque la psicoterapia, es un encuentro entre dos seres que saben, al menos intuyen, que el crecimiento es de ida y vuelta.

Victoria Robert

¿EN QUÉ PARTE DEL CUERPO HABITAS?

¿En qué parte del cuerpo habitas? ¿Pasas tiempo en el hígado, o en el corazón? seguramente visitas a diario al estómago, y ¿cuándo fue la última vez que visitaste las piernas, o el antebrazo izquierdo? ¿Has visitado recientemente esa remota región llamada espalda? Y durante las crisis, ¿a dónde vas, al cerebro? ¿Sabías que una de las regiones más concurridas en el mundo, es la lengua? Y el pulmón ¿lo has visitado últimamente?  Y ¿desde cuándo no te detienes en el culo?

¿Dónde está el yo cuando estamos felices? y dónde cuando estamos solos, y cuando nos sentimos solos ¿está o no está el yo? Muchos hombres con frecuencia tienen el yo en el pene, y muchas madres, el yo lo tienen sus hijos y ellas habitan a sus hijos. Y el tú, ¿dónde estará?  Y cuándo amas ¿el tú está en el corazón o en las tripas? Y cuando dices «Fuiste tú” ¿Dónde estás tú, en qué lugar, en los huesos o los músculos del abdomen?

Y el él, o el ella ¿dónde estarán? A veces él o ella están en la axila o en la nuca. Y cuando hablas de él con rabia, ¿adónde viajas? ¿Te mudas al esternón sin antes pasar primero por el pulgar con el que escribes? Y el chisme, habitante de la tercera persona ¿dónde está? ¿En la lengua, o en la oreja, o es ubicuo y está en ambos al mismo tiempo?

Y cuando el tú o el él o el ella, somos nosotros, soy yo ¿adónde voy, adónde me llevo? Y el nosotros ¿dónde habita el nosotros? ¿Es el nosotros en realidad un yo dentro de mí o es un yo dividido en varios que se visitan entre sí? ¿Y dónde están? ¿Y esos yo son sedentarios o nómadas? ¿Viven siempre en el páncreas o de cuando en cuando se mudan a la vesícula biliar y siguen su camino?

Y cuando te ven las nalgas, o los senos, ¿qué o a quien ven? ¿Te ven a ti, tu yo o la ven a ella? ¿Eres las nalgas y los senos también? ¿O solo los habitas cuando te miran? ¿Y quién está en la voz? Esa voz que constantemente habitamos y que con demasiada frecuencia desconocemos, esa voz que junto a los ojos, las manos, las piernas, nalgas, senos, corazón, hígado y demás, contiene al yo al tú al él al ella y al nosotros, a veces, todos al unísono y es la que a nos permite habitar a otros. Esa voz ¿Quién es y dónde
está?

Y cuando besas ¿dónde estás cuando te besan? ¿Estás en los labios? O te pierdes y ya no sabes dónde estás.

Y tu cocina, tu habitación, tu sala de baño ¿dónde están? ¿Están ellas en ti, o tú estás en ellas? Cuando cocinas, ¿estás en la lengua, en la nariz o en la panza? O estás en el cerebro pensando en tu figura cuando cocinas.

Y en la ducha, cuando te bañas, ¿dónde estás? ¿En la piel? ¿En las manos? O en los labios silbando una canción.

¿Dónde estás ahora?

Alfredo Tugues

¿QUIÉN ERES?

Hazte esta pregunta: ¿quién soy? Y respóndete comenzando con la palabra «soy». ¿Qué dijiste después del soy? ¿Tu nombre?, fulana de tal ¿Tu profesión? Licenciada tal ¿un rol? Esposa de tal o madre de tal, tal y tal. ¿Quién eres en realidad? ¿Cuál es la respuesta a tan elusiva pregunta?
¿Eres tu cuerpo o tus emociones? ¿Eres tus pensamientos o tus sensaciones? O eres lo que las personas que te conocen creen o ven en ti. ¿Quién eres? Responde generalmente a una etiqueta. Si te quitas tu nombre, tus pensamientos, tus emociones y tus sensaciones ¿qué queda?
Este sencillo pero tan difícil experimento gestáltico dirige tu conciencia a lo más profundo de ti, al ser, y te permite descubrir cuáles son las capas con las que más te identificas, pero que no eres tú. Son como capas protectoras que tu vienes proyectando desde tu nacimiento (y personalmente creo que incluso antes) y son las que te permiten de una u otra manera, vivir. Más comúnmente llamadas “máscaras”, estas capas son tan importantes y tienen tanto tiempo con nosotros que terminamos por confundir “quién soy” con ellas.
Entonces…¿Quién eres?

Alfredo Tugues Plaza

¿Y ESO ES BUENO O ES MALO?

«Eso es malo», «no es lo correcto», «hazlo bien». De niño sentía culpa cuando hacía algo «mal» o cuando no hacía lo correcto, las consecuencias eran generalmente una llamada de atención, un castigo o algo peor. Estas consecuencias con el tiempo germinaron en mí, y el fruto es la culpa, ese sentimiento muy bien conocido por todos.
Según Wikipedia «La culpa es la experiencia disfórica que se siente al romper las reglas» y la disforia son las emociones o sentimientos desagradables o molestos. Pero para fines prácticos, la culpa no es mas que la existencia en nosotros de un juez y un sentenciado, ambos en la misma persona.
Bien y mal son juicios y alguien tiene que decidir lo que está bien o está mal. Ese alguien hace las funciones de juez, juez de la conducta, la conducta de ese que somos nosotros mismos. Al haber un juez, hay un juicio y todo juicio termina en una sentencia, libertad plena o castigo. Y la culpa es el castigo.
Así pues, cada vez que usamos en nosotros u otros el «bien» y el «mal», ya somos jueces y ya estamos sentenciados.

Alfredo Tugues

ENTRE EL DEBER Y LA PASIÓN  

Tienes más de una década dedicado a tu trabajo. Estudiaste para ser un profesional íntegro, y tus padres, que tantas ilusiones pusieron en ti, se sienten hoy plenamente satisfechos. Recibes una remuneración adecuada y gozas del reconocimiento de tus colegas y superiores. Eres un excelente candidato para aumentos, ascensos, privilegios y, gracias a eso, tu familia, la de origen y la que ahora construyes, está segura y provista. Viajes, colegio, ropa, esparcimiento y hasta algunos lujos, están garantizados.

Aunque tu jornada es de 8 horas, a veces laboras los fines de semana, y otras, hasta la madrugada, pero te gusta adelantar tareas en casa porque concluyes y te luces. Estás tranquilo.

También, desde pequeño tienes un pasatiempo, una actividad preferida  en la que te zambulles cada vez que puedes y el trabajo te lo permite. Pero como tienes responsabilidades que cumplir, son pocas los restos de espacio en los que puedes disfrutar, de esa, tu pasión. Las horas que le dedicas, se las robas a tu sueño y descanso, pero está bien para ti porque cuando pintas o compones o escribes o practicas tu deporte favorito, te recargas de energía, y es como si hubieras salido de vacaciones. En esos momentos no estás tranquilo, estás feliz y ansioso por continuar, por no parar. Suspiras porque el tiempo no se acabe y dure un poco más, antes de tener que ponerte el flux, atender los pendientes de la oficina y encargarte de todas las facturas que están ahí, esperando por ser pagadas.

Sabes que no te puedes dedicar por completo a lo que tanto te gusta, porque es un hobby. No eres un profesional en eso, y jamás podrías financiarle el futuro a nadie con esas actividades que solo valoras tú y esa especie de pulsión desesperada a la que a veces te gusta llamarle «hambre». Has hecho cursos, investigado y pagado maestros privados que te han enseñado a hacer, cada vez mejor, eso que tanto te cautiva desde que eras niño. Dicen que tienes talento y suficiente experiencia y, hasta te han sugerido que te dediques con más compromiso a eso que te atrapa. Pero no. Porque tus canciones, o tus óleos, o tu deporte o tus recetas de cocina, no pagan las cuentas. Entonces te pasas la vida así. Haciendo lo que debes… y soñando a medias.
Ahora te pregunto: ¿Cuántos años tienes dedicado a tu profesión, esa que estudiaste de manera formal y por la que recibes dinero? ¿Cuántos años tienes dedicado a tu pasión, esa que aprendiste de manera informal y que haces sin cobrar? ¿De dónde sacaste la mezquina idea de que la primera vale más que la segunda? ¿Cuántas veces al día, tienes que repetirte que no te puedes entregar a hacer lo que quieres porque «tienes que hacer lo que tienes que hacer»?

¿Cuánto te frustras sin siquiera intentarlo?

Victoria Robert