RECLAMO

A ver a ver a ver a ver ¿Qué fue lo que te pasó? Estás tan triste y malograda que me cuesta reconocerte. ¿Qué pasa que lloras con ese desconsuelo? ¿Qué pasa que lloras como si de verdad pudieras detenerte? ¿No te das cuenta que por más que seques tus lágrimas y frotes tu cara …

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TUS ALAS

Solías desplegarlas con gran habilidad cuando correteabas por jardines y parques, cuando le permitías al mar lavarlas con su espuma, cuando disfrutabas llenándolas de polvo y mugre si se te ocurría lanzarte bajo la lluvia de caramelos de las piñatas de tu infancia. Con ellas pudiste rebelarte,  probar experiencias prohibidas y gracias a ellas saliste con algunos rasguños, pero a tiempo. Te iniciaron en tu camino de ser mujer y conociste paisajes, bajo tus sábanas, sobre tus miedos, frente a tus desafíos y dentro de tus sueños.

No había en el mundo entero unas alas tan hermosas, tan valiosas y, sobre todo, tan tuyas.

Debiste cuidarlas, pero como las creíste invulnerables, las confiaste al resguardo de quien te amaba… pero les temía. ¿Cómo no temerle a tus alas? ¿Cómo no querer romperlas, si ellas podían alejarte de él? Creíste que estarían para siempre contigo, pero te abandonaste a la ilusión y te las dejaste arrancar…

Al principio te sentiste tan abrigada en el calor que ese otro te ofrecía, que no advertiste la ausencia de tus plumas. Estabas tan protegida en el abrazo de tu nuevo compañero, que no extrañaste su peso. Pronto, empezaste a creer que no las necesitarías más porque formaron parte de una época a punto de superar. Te sentías tan segura y agradecida que, en poco tiempo, te acostumbrarías a estar presa.

Comenzaste a moverte lenta, medida y en una sola dirección, sobre esa línea difusa que traza la dependencia. No solo no podías volar, tampoco recordabas cómo caminar sola. Para todo necesitabas de él. Se te olvidaron las direcciones más comunes, las actividades más sencillas, las habilidades más afianzadas en ti. Apenas recordabas cómo desplazarte en medio de rutinas determinadas, perfectamente demarcadas por quien rompió tus alas, en nombre del amor.

Aquel día en el que cediste tus alas, perdiste también tu vista, tu audición y sobre todo tu olfato… y por último, arruinaste voz. Es que el amor da para todo, hasta para entregar la libertad. Quisiste protegerlo de tu independencia, anulándote. Sin la más mínima consideración a ti, te hiciste cargo de su miedo, desechando tus alas a un rincón lleno de sometimiento e ira. Es que no hay mejor espuela que el ahogo, ni nada que enfurezca más que «ser de otro».

Y ahora que el tiempo pasó, ahora que te cuesta recordar quién fuiste y cuánta altura llegaste a alcanzar, ahora que la tristeza disfrazada de serenidad domina tu espíritu, quieres saber si acaso no fue un sueño que en tu espalda, alguna vez reposaron unas enormes, pulidas y emancipadas alas.

¿Acaso no las sientes allí escondidas? ¿Acaso no te pesan? ¿Acaso no te has dado cuenta que volvieron a crecer  y esperan por tu atrevimiento? Vistas desde afuera lucen espléndidas, pero como todavía ves a través de los ojos de quien desconfía de ti y te domina, puede que las creas atrofiadas.

Por lo pronto, mientras recuperas la confianza en ti, si quieres volver a saber de ellas, pídele prestado los ojos a quien te quiere, no a quien te cela. Verás que, aunque duela, tus alas desplegarán grandiosas y te sacarán de allí.

Victoria Robert

DISCULPE USTED

¿Cuántas veces hemos querido perdonar sin éxito? Muchas, seguro. Nos lo hemos propuesto como el más genuino de nuestros deseos, hemos hecho «dietas del perdón», «mapas del perdón» y hasta hemos llenado cuadernos con «planas» en donde tal vez hayamos mejorado nuestra caligrafía, pero no hemos conseguido el más mínimo progreso en materia de indulgencia. Ni siquiera nos han funcionado los «decretos» o las buenas intenciones. ¿Por qué, si legítimamente queremos ser misericordiosos? ¿Cómo es posible que no nos salga bien ese asunto de absolver a quien nos ha lastimado cuando estamos convencidos de que «ya está bueno de tanto enfado, y se supone que el más perjudicado soy yo, al recordar y alimentar el resentimiento de viejos agravios?»

Perdonar (del prefijo per- [acción completa y total] y donare [regalar]) implica en primer lugar estar dispuesto, pase lo que pase y de manera continuada, a «dar». Es un regalo para siempre, es un acto definitivo que no admite reintegros.  Y cuando hemos recibido algún tipo de perjuicio que supone una herida, la capacidad de «dar» a nuestro agresor, implica una labor muy cuesta arriba. Es que «perdonar» se dice fácil, pero dis-culpar supone un acto de descarga en el que tendríamos que rescatar a quien creemos tener atrapado a través de la culpa.

El acto de culpar espera un castigo perpetuo, uno que muchas veces no admite arrepentimientos. La culpa condena, y como cobra una deuda eterna, es una fuente inagotable de reencuentro con quien nos dañó. Entonces el perdón y la culpa, son opuestos que se complementan. Culpar nos mantiene vinculados, el perdón nos libera… y ambos son para siempre.

Todo lo dicho hasta ahora es seguramente lo que muchas veces te ha llevado a querer aprender a perdonar. Pero el problema es que perdonar no es un verbo que se conjugue en plural, porque es un proceso subjetivo. Quien pretenda enseñarte, te estará dando sus propias claves, sus personales descubrimientos y ellos no necesariamente son los que te sirvan o tú necesites encontrar. Perdonar no es un proceso que se pueda aprender de otros siguiendo lecciones, es un viaje que necesita ser vivido muchas vidas hasta aprender, y el rencor es el maestro.

Solemos entonces esclavizarnos a la idea de «tener que» perdonar, o estaríamos condenados a padecer una posible enfermedad. No necesariamente. Hay daños que no resisten alegatos y en donde no cabe la más pequeña absolución. Usted tiene derecho a no querer perdonar. Pero es importante que en el ejercicio de este derecho pueda discriminar, sepa diferenciar entre un dolor y un horror. Las penas pueden sanar, las atrocidades quedan tatuadas. Hay una gran diferencia entre usar el recuerdo como un acto de dignidad, que hacerlo por orgullo. Hay una gran diferencia entre exigir justicia y desear venganza.

Lo que no se cierra duele, sí. Va al fondo y eventualmente, emerge propiciando situaciones que nos permitan concluir lo que ha quedado abierto. ¿Pero cuántos pesares no nos acompañan a lo largo de nuestras vidas como sabios maestros que nos enseñarán a cuidarnos mejor en próximas oportunidades? El resentimiento es humano y es parte de la vida, muchas veces es una distorsión del dolor, una alarma tardía… y también un recordatorio.

Podremos asumir nuestra cuota de responsabilidad por haber permitido (quizá ingenuamente) que nos hayan vulnerado, tal vez hasta podamos reconocer que, en situaciones extremas, tengamos el potencial de perpetrar vilezas como las que nos han infringido, incluso podría ser posible que mientras expresamos la ira y dejamos salir el dolor que supura de nuestra herida, podamos agradecer haber tenido la oportunidad de aprender de nuestra aflicción, para finalmente ser capaces de decir adiós al resentimiento que nos ata a nuestro agresor por habernos lastimado. Pero no estamos obligados a liberarlo de su deuda. Cuando asumimos el perdón como un deber, puede ser tan lesivo como el resentimiento. Perdonar es una decisión, no una obligación.

Pero si la culpa de todas las desgracias recae sobre ti, si andas pidiendo perdón a diestra y siniestra, puede que seas tú el que es incapaz de perdonarse por algo que hiciste y esperas que otro te libere de tu carga. Si es así, entonces habrá llegado el momento del más difícil de los perdones, perdonarte a ti mismo. Pregúntate entonces si fuiste el causante de un dolor o de un horror…Y cualquiera sea tu respuesta, recuerda que perdonar no es un don con el que se nace, es una cualidad humana que se labra con el tiempo y se cultiva con humildad.

Victoria Robert

 

VOLVER A CRECER

«Qué no te di
que pudiera en tus manos poner
que aunque quise robarme la luz para ti
no pudo ser »

Bolero «Qué te pedí» de Fernando Mulens Lopez

Dependiste de la teta y de los brazos de mamá. Dependiste de la guía y de los hombros de papá. Te vistieron, te educaron, te alimentaron y también necesitaste de ellos para bañarte, jugar y hasta para dormir. Más adelante dependiste de la ayuda de tus padres para hacer tus tareas escolares. Dependiste de tus maestros para aprender a leer, a escribir, a sumar. Quizá también dependiste de tus abuelos o tus tíos para levantar castigos y conseguir permisos. Los grandes de entonces, cubrieron tus necesidades básicas, te brindaron protección, te amaron, se sintieron orgullosos de ti y te facilitaron las vías para hacer de ti, el adulto que eres hoy.

Cuando tenías 15, contabas los meses hasta poder decir que tenías 15 años y medio. Cuando tenías 18, soñabas con tener 21 para avanzar cada vez más rápido hacia tu independencia, hacia ese nivel en donde ya somos mayores y podemos decidir por nuestra vida, una propia y no de otros. Culminaste tus estudios, empezaste a producir, adquiriste un vehículo y hasta una vivienda. Te sentías dueño de ti, libre, tanto como lo soñaste en tu adolescencia. Orgulloso de tus logros, podías darte a ti mismo todo lo que durante tantos años te bridó tu familia. ¡Por fin eras grande!

Pero te enamoraste.

Y es allí, justo allí en donde, sin darte cuenta, te perdiste. Quizá porque no sabías cómo era esa rara experiencia de amar sin perderte, amar manteniendo claros tus límites, amar conservando tu piel y respirando por tus propios pulmones. Algo había salido mal y no sabías qué. Decías que te habías enamorado con el alma, con la piel y con los huesos. Y en vez de disfrutar del amor, lo sufrías. Porque en vez de vivir «con» tu ser amado, vivías «en» ese ser que empezaba a importarte más que tú. Creíste que sin él o ella, tu vida no tenía sentido y transformaste tu existencia, que bailaba a ritmo de rock, en un triste bolero desgarrador. Padeciste de miedo a perderla o a perderlo, sufriste de angustia ante pequeños momentos de soledad, perdiste habilidades, extraviaste tu brillo personal y después de tanto trabajo para conseguir tu independencia, volviste a depender.

Y aquí estás, sumergido en el desamor a ti mismo, y temiendo  que alguien, que no ha venido a tu vida a respirar por ti, se marche y entonces tú mueras. Te asusta tanto ser abandonado, que eres capaz de ceder a todo cuanto consideres te hará conservar a ese ser que en vez de amar, necesitas.

¿Qué te ocurrió? ¿Qué pasó con aquel joven o aquella adolescente que una vez fuiste y que lo que más anhelaba era ser grande? ¿En qué momento te perdiste a ti mismo? Cambiaste, dejaste de ser «ese» al que alguna vez amaron, para ser el que creíste, nadie desecharía ¿Y así pretendes que no te dejen? Te descartaste para evitar que te rechazaran y, sin darte cuenta, enseñaste a ese otro del que ahora dependes, que eras digno de abandono.

¿Acaso eres un parásito, que no puedes, que no sabes cómo moverte si no estás adherido a otro?

No, el amor no es una experiencia para dejar de ser quienes somos, es un sentimiento que nos reafirma. Porque si elegiste a alguien, es porque es valioso para ti, y si alguien te escogió, es porque en algún momento (antes de dejar de ser quien habías venido siendo y convertirte en esto que no sabes definir si no estás con «tu otro»), fuiste único y fuiste especial.

La estima hacia nosotros mismos, el amor propio, es el camino más certero hacia el amor en pareja. Y no es posible mantener a nuestro lado a nadie, a costa de nuestra propia individualidad. Todo lo contrario, es así como lo pierdes.

Así que si estás «sufriendo» de amor, es porque te volviste pequeño otra vez, un niño que necesita reencontrarse con aquel joven sediento de libertad y con nombre propio.

Si es así… ha llegado la hora de volver a crecer.

Victoria Robert

ME SIENTO SOLO

Estoy rodeado de personas que me aprecian, pero me siento solo. Saludo a diario a una suma considerable de conocidos, pero cuando llego a casa, me siento solo. Chateo con muchos amigos en mis redes sociales y aún así, me siento solo. Visito  a mi familia regularmente, pero igual, me siento solo.

Es un vacío, una ansiedad que se instala en mi estómago y no me deja en paz. Se transforma en miedo o en tristeza, y se parece a una necesidad que no he podido bautizar porque no comprendo. Un agujero que intento ocupar con distracciones, compras, comida, amores nuevos, incluso con peleas, pero que no logro llenar. Es un saco sin fondo que me somete y me obliga a especular, a ver si en algún lugar de mi futuro, encuentro la solución. A ver si en algún instante de mi pasado, consigo su origen o explicación. Me la paso inventando consuelos instantáneos y, aunque pensar me desvía un poco del ahogo, al final me angustio más y me confundo.

¿Te reconoces en alguno de estos ejemplos?

¿Quién está alojado en tus vísceras y clama por un poco de atención?

¿Quién te ruega por compañía? Y tú, buscando silenciarlo.

¿Es tan desdeñable ese «otro tú», que insistes en buscarle cualquier custodia, menos la tuya?

Y si es así, ¿cómo pretendes que alguien lo quiera?

A veces es vital detenernos a escuchar nuestra soledad. Aquí. Ahora. Abrir los ojos frente a ese vacío sin nombre que respira en nosotros y nos hace llorar. Sentirlo, indica el camino para aprender de él, es el legítimo reclamo corporal y emocional de tu niño abandonado, ya no por tus padres, o viejos amores. Sino por ti.

Imagina que tienes a tu cargo a un pequeño igual a ti, cuando solías esconder los mocos debajo de la mesa en pleno almuerzo. Tienes que satisfacer sus necesidades, brindarle protección, afecto, enseñarlo, jugar con él y, algunas veces, ponerle límites. Porque si ese chiquillo se siente con la confianza desbordada, querrá hacer de ti su servidor incondicional. Pero si en vez de encargarte de él, se lo dejas a cualquier vecino, al próximo amor o a los amigos, por ejemplo (que ya tienen sus propios niños, además de sus hijos), y lo descuidas… lo estás dejando solo. Si logras visualizarlo, sabrás que luce desamparado. Y eso duele.

No eres tú, adulto ocupado y distraído el que está aislado, es tu pequeño que ha encontrado en la angustia que te produce, una fisura en tu conciencia irresponsable para que lo ayudes.

Así que la próxima vez que te sientas solo, cállate. Escucha. Dirige tu atención a tu corazón agitado, a tu abatimiento, a tus suspiros insaciables de aire fresco y observa tu aturdimiento. Verás que no es soledad. La soledad es silenciosa y serena. En cambio la desolación, grita.

Cuando te des cuenta lo que le haces, no podrás evitar correr a abrazar a tu pequeño. Solo así podrás estar tranquilo para darle la confianza de ser merecedor del afecto de terceros. Entonces, esos terceros, en vez de huirle a tu dependencia afectiva, podrían ser condimentos cautivadores que inunden tu existencia de pura novedad.

Bríndate la oportunidad de descubrir que estar solo, es la mejor manera de estar acompañado.

 Victoria Robert