TUS ALAS

Solías desplegarlas con gran habilidad cuando correteabas por jardines y parques, cuando le permitías al mar lavarlas con su espuma, cuando disfrutabas llenándolas de polvo y mugre si se te ocurría lanzarte bajo la lluvia de caramelos de las piñatas de tu infancia. Con ellas pudiste rebelarte,  probar experiencias prohibidas y gracias a ellas saliste con algunos rasguños, pero a tiempo. Te iniciaron en tu camino de ser mujer y conociste paisajes, bajo tus sábanas, sobre tus miedos, frente a tus desafíos y dentro de tus sueños.

No había en el mundo entero unas alas tan hermosas, tan valiosas y, sobre todo, tan tuyas.

Debiste cuidarlas, pero como las creíste invulnerables, las confiaste al resguardo de quien te amaba… pero les temía. ¿Cómo no temerle a tus alas? ¿Cómo no querer romperlas, si ellas podían alejarte de él? Creíste que estarían para siempre contigo, pero te abandonaste a la ilusión y te las dejaste arrancar…

Al principio te sentiste tan abrigada en el calor que ese otro te ofrecía, que no advertiste la ausencia de tus plumas. Estabas tan protegida en el abrazo de tu nuevo compañero, que no extrañaste su peso. Pronto, empezaste a creer que no las necesitarías más porque formaron parte de una época a punto de superar. Te sentías tan segura y agradecida que, en poco tiempo, te acostumbrarías a estar presa.

Comenzaste a moverte lenta, medida y en una sola dirección, sobre esa línea difusa que traza la dependencia. No solo no podías volar, tampoco recordabas cómo caminar sola. Para todo necesitabas de él. Se te olvidaron las direcciones más comunes, las actividades más sencillas, las habilidades más afianzadas en ti. Apenas recordabas cómo desplazarte en medio de rutinas determinadas, perfectamente demarcadas por quien rompió tus alas, en nombre del amor.

Aquel día en el que cediste tus alas, perdiste también tu vista, tu audición y sobre todo tu olfato… y por último, arruinaste voz. Es que el amor da para todo, hasta para entregar la libertad. Quisiste protegerlo de tu independencia, anulándote. Sin la más mínima consideración a ti, te hiciste cargo de su miedo, desechando tus alas a un rincón lleno de sometimiento e ira. Es que no hay mejor espuela que el ahogo, ni nada que enfurezca más que «ser de otro».

Y ahora que el tiempo pasó, ahora que te cuesta recordar quién fuiste y cuánta altura llegaste a alcanzar, ahora que la tristeza disfrazada de serenidad domina tu espíritu, quieres saber si acaso no fue un sueño que en tu espalda, alguna vez reposaron unas enormes, pulidas y emancipadas alas.

¿Acaso no las sientes allí escondidas? ¿Acaso no te pesan? ¿Acaso no te has dado cuenta que volvieron a crecer  y esperan por tu atrevimiento? Vistas desde afuera lucen espléndidas, pero como todavía ves a través de los ojos de quien desconfía de ti y te domina, puede que las creas atrofiadas.

Por lo pronto, mientras recuperas la confianza en ti, si quieres volver a saber de ellas, pídele prestado los ojos a quien te quiere, no a quien te cela. Verás que, aunque duela, tus alas desplegarán grandiosas y te sacarán de allí.

Victoria Robert

EL IMPERIO DE LA ALEGRÍA

Si la solución a los problemas de nuestro mundo, tantas veces injusto, fuese dejar de mirar las dificultades y convencernos de que el «pensamiento positivo» las resolverá mágicamente, sin dudas estaríamos ante el más afortunado de los acontecimientos. Que solo con ignorar la pobreza, ésta se extinguirá, que sumando nuestra «energía entusiasta» haremos frente al hambre o la corrupción o la contaminación, para erradicar estos martirios, haría de nuestro planeta un lugar bendecido. Si ello fuese posible, los hombres y las mujeres andaríamos tomados de las manos, disfrutando del canto de los pájaros. Pero no. Quienes veneran el reino de la «actitud», podrían estar fracasando. Todavía prevalece el mal, la codicia, las enfermedades sin cura, ni esperanza. También la violencia azota poblaciones enteras, y la negligencia se viste con sus mejores ropajes, derrochando indolencia.  ¿Deberíamos creer entonces, que los «profetas» de la felicidad han errado? Tal vez quienes ponen en práctica sus aseveraciones, sus enunciados edulcorados y sus pautas tan veloces como efímeras, estén haciendo algo mal. ¡Vamos, echémosle la culpa al practicante, no a la instrucción! Al receptor, no al emisor. Hagamos uso de uno de los mecanismos más alevosos: la proyección. ¡La culpa es tuya, pues! Te has ganado tus desgracias por pensar torcido, por atraer sombras tenebrosas con tu negatividad y por doblegar las fuerzas del «pensamiento positivo»

¿Alguna vez te ha ocurrido que por estar triste o molesto o asustado, terminas siendo señalado de «nube negra»? Hay muchos dedos inquisidores propagando esta nueva «fe», y no hace falta que andes pidiendo palmaditas en la espalda. Ni siquiera es necesario que pidas ayuda. Simplemente, de la nada, sin que tú los busques, surgirán estos nuevos, gratuitos e intrusivos «predicadores». Lo único que requerirás, es expresar tu descontento, manifestar desacuerdos o compartir algún desánimo. Estos seres precisan extinguir lágrimas a costa de lo que sea, y cualquier acción será plenamente justificada por estas creencias (las «verdaderas»), con tal de que tus pesares, no amenacen su dicha de papel cebolla, sostenida con alfileres.

Culpabilizan, aconsejan, analizan y esparcen sermones a diestra y siniestra. Son los nuevos vasallos de El Imperio de la Alegría. Tiranos de la felicidad, capaces de responsabilizar al dolido por padecer, al violado por provocar, al rabioso por «vibrar» en favor del arrebato. A todo cuanto le temen y se niegan a reconocer como un potencial propio, quieren también alienarlo en ti, atiborrándote de consejos de vida o  saturándote de lecciones de moral. Nos fuerzan a sonreír, haciendo del entusiasmo un nuevo absolutismo. Convencidos de que mirar al lado opuesto de la injusticia o el maltrato, por ejemplo, los hará desaparecer, apuestan por la anulación de lo que consideran «feo», a punta de sonrisas, «a juro y porque sí». Aficionados que se ofrecen como maestros, aparecen cuando menos se los requiere para imponer sus leyes «positivas», y hacer hogueras con lo que para ellos es «negativo». Muchos se hacen llamar poetas, filósofos de vida, consejeros, mentores, cantautores, coachs, sabios, consultores, influencers, terapeutas. ¡Cuidado, en realidad son impostores! … En realidad son vendedores.

Tan dañino es dejarnos ganar por el abatimiento, como permitir que la alegría a ultranza ocupe nuestras almas. Tenemos tanto derecho a vivir nuestras satisfacciones como nuestras tristezas. Es tan sano sentir placer y expresarlo, como permitirnos el miedo, el enojo o el mal humor. Las emociones displacenteras cumplen una función adaptativa, que activa nuestra necesidad de movernos en una dirección que salvaguarde nuestra subsistencia y nuestro equilibrio organísmico. ¿Cómo vamos a aprender a salir del dolor sin haber entrado en él? ¿Cómo vamos a evitar enfermarnos de miedo, por ejemplo, si no lo atendemos? ¿O de qué manera podemos cultivar nuestra sensibilidad  para ser solidarios, si en vez de empatizar con nuestro prójimo, insistimos en doblegar su experiencia a nuestros criterios? La porfía del optimismo, sin contemplar otras opciones, no solo nos niega la posibilidad de aceptar nuestra realidad para encararla, sino que nos coloca en un futuro deseado, mas no necesariamente labrado en el presente, que es en donde habitan nuestros desafíos. Porque de tanto refutar desdichas, paradójicamente, se puede instalar en nosotros (y sin darnos cuenta) una buena dosis de indolencia. No se trata de quedarnos asidos a la desgracia, ni de rendirle culto al pesimismo, se trata de reconocernos completos, blancos, negros, grises, multicolores y, sobre todo, posibles.

Victoria Robert

DISCULPE USTED

¿Cuántas veces hemos querido perdonar sin éxito? Muchas, seguro. Nos lo hemos propuesto como el más genuino de nuestros deseos, hemos hecho «dietas del perdón», «mapas del perdón» y hasta hemos llenado cuadernos con «planas» en donde tal vez hayamos mejorado nuestra caligrafía, pero no hemos conseguido el más mínimo progreso en materia de indulgencia. Ni siquiera nos han funcionado los «decretos» o las buenas intenciones. ¿Por qué, si legítimamente queremos ser misericordiosos? ¿Cómo es posible que no nos salga bien ese asunto de absolver a quien nos ha lastimado cuando estamos convencidos de que «ya está bueno de tanto enfado, y se supone que el más perjudicado soy yo, al recordar y alimentar el resentimiento de viejos agravios?»

Perdonar (del prefijo per- [acción completa y total] y donare [regalar]) implica en primer lugar estar dispuesto, pase lo que pase y de manera continuada, a «dar». Es un regalo para siempre, es un acto definitivo que no admite reintegros.  Y cuando hemos recibido algún tipo de perjuicio que supone una herida, la capacidad de «dar» a nuestro agresor, implica una labor muy cuesta arriba. Es que «perdonar» se dice fácil, pero dis-culpar supone un acto de descarga en el que tendríamos que rescatar a quien creemos tener atrapado a través de la culpa.

El acto de culpar espera un castigo perpetuo, uno que muchas veces no admite arrepentimientos. La culpa condena, y como cobra una deuda eterna, es una fuente inagotable de reencuentro con quien nos dañó. Entonces el perdón y la culpa, son opuestos que se complementan. Culpar nos mantiene vinculados, el perdón nos libera… y ambos son para siempre.

Todo lo dicho hasta ahora es seguramente lo que muchas veces te ha llevado a querer aprender a perdonar. Pero el problema es que perdonar no es un verbo que se conjugue en plural, porque es un proceso subjetivo. Quien pretenda enseñarte, te estará dando sus propias claves, sus personales descubrimientos y ellos no necesariamente son los que te sirvan o tú necesites encontrar. Perdonar no es un proceso que se pueda aprender de otros siguiendo lecciones, es un viaje que necesita ser vivido muchas vidas hasta aprender, y el rencor es el maestro.

Solemos entonces esclavizarnos a la idea de «tener que» perdonar, o estaríamos condenados a padecer una posible enfermedad. No necesariamente. Hay daños que no resisten alegatos y en donde no cabe la más pequeña absolución. Usted tiene derecho a no querer perdonar. Pero es importante que en el ejercicio de este derecho pueda discriminar, sepa diferenciar entre un dolor y un horror. Las penas pueden sanar, las atrocidades quedan tatuadas. Hay una gran diferencia entre usar el recuerdo como un acto de dignidad, que hacerlo por orgullo. Hay una gran diferencia entre exigir justicia y desear venganza.

Lo que no se cierra duele, sí. Va al fondo y eventualmente, emerge propiciando situaciones que nos permitan concluir lo que ha quedado abierto. ¿Pero cuántos pesares no nos acompañan a lo largo de nuestras vidas como sabios maestros que nos enseñarán a cuidarnos mejor en próximas oportunidades? El resentimiento es humano y es parte de la vida, muchas veces es una distorsión del dolor, una alarma tardía… y también un recordatorio.

Podremos asumir nuestra cuota de responsabilidad por haber permitido (quizá ingenuamente) que nos hayan vulnerado, tal vez hasta podamos reconocer que, en situaciones extremas, tengamos el potencial de perpetrar vilezas como las que nos han infringido, incluso podría ser posible que mientras expresamos la ira y dejamos salir el dolor que supura de nuestra herida, podamos agradecer haber tenido la oportunidad de aprender de nuestra aflicción, para finalmente ser capaces de decir adiós al resentimiento que nos ata a nuestro agresor por habernos lastimado. Pero no estamos obligados a liberarlo de su deuda. Cuando asumimos el perdón como un deber, puede ser tan lesivo como el resentimiento. Perdonar es una decisión, no una obligación.

Pero si la culpa de todas las desgracias recae sobre ti, si andas pidiendo perdón a diestra y siniestra, puede que seas tú el que es incapaz de perdonarse por algo que hiciste y esperas que otro te libere de tu carga. Si es así, entonces habrá llegado el momento del más difícil de los perdones, perdonarte a ti mismo. Pregúntate entonces si fuiste el causante de un dolor o de un horror…Y cualquiera sea tu respuesta, recuerda que perdonar no es un don con el que se nace, es una cualidad humana que se labra con el tiempo y se cultiva con humildad.

Victoria Robert

 

POSTIZA

Un día te levantaste con ganas de verte diferente, no sé, pareciera que la noche anterior, de repente y sin aviso, la imagen que te devolvió el espejo venía con algunas críticas destructivas que te hicieron sentir poquita y te hicieron llorar. Así que como no te ibas a dejar doblegar por ese casi insignificante tropiezo, decidiste cambiar tu aspecto, quizá un poco desvencijado para tu edad y para tu gusto. Partiste temprano a la peluquería y, como quien decide lanzarse en paracaídas sin entrenamiento, te pusiste en manos del estilista quien le puso un nuevo color a tu vieja cabellera reseca y marrón, ahora sedosa corta y perturbadoramente roja. Mientras te peinaban decidiste atender tus uñas, pero como estaban cortas, accediste a la idea de colocarte unas postizas, tan largas que no sabías muy bien cómo harías con el volante y la palanca de cambios una vez que fueses a buscar tu automóvil. Así que decidiste dar un paseo por el centro comercial mientras te adaptabas a tus nuevas uñas de acrílico con esmalte duradero fijado con rayos UV. De pronto, pasaste frente a una óptica y se te antojó comprarte unos lentes de sol. Hasta que no te hicieras el tatuaje de cejas que tanto querías y el maquillaje permanente, era preferible que nadie viera tu rostro, aún ajado por tu descuido. Entraste muy animada, tu nuevo aspecto te brindó un entusiasmo que querías disfrutar, pero mientras probabas algunas monturas, viste ese anuncio de lentillas de colores  que inevitablemente te lanzó a preguntarte « ¿Por qué no?». Como no hubo una respuesta convincente, procediste a probarte cada uno de los colores disponibles en el mercado. El atrevido rojo fuego que cubría tu cabellera merecía unos ojos, no sé, tal vez de color esmeralda o aguamarina. Y entonces descubriste lo linda que te veías con esa nueva mirada, tanto que decidiste salir corriendo al maquillador para que dibujara un nuevo rostro y te colocara, de una vez, unas largas y rizadas pestañas permanentes.

¡Lucías radiante!

Cuando llegaste a casa no podías esperar para correr al espejo del baño (que es el que tiene aumento) pero casi sin querer, viste la báscula… y todo lo que habías logrado hasta ese momento, se derrumbó ante la promesa de un número elevadísimo, si osabas colocarte sobre ella para chequear lo que seguro te estaba sobrando. No hubo tiempo, al subir la mirada desde esa balanza maligna hacia el espejo que devolvía tu adorable reflejo, viste tu figura duplicada en el cristal de tu ducha. No hacía falta exponerte al horror de confirmar tu sobrepeso, era visible: estabas gorda, «casi obesa» dijo el inconforme vidrio de la regadera que parecía haber empezado a hablarte sin piedad y para siempre. No sólo excedías el máximo admisible en «gorditos», también eras escasa en donde sí hubiera estado permitido algún tipo de opulencia. Ancha de cintura y de caderas, plana de por delante y por detrás. Un desequilibrio deslucido que cualquiera rechazaría. Quizá por eso estabas sola desde hacía un tiempo más que considerable –reflexionaste -, tal vez por eso nadie te ha querido. Lloraste con un desconsuelo que solo saben expresar los niños… y no había nadie allí para abrazarte. Fue una noche triste porque te había tomado todo el día sentirte nueva, y en un abrir y cerrar de ojos, todos tus esfuerzos y alegría se habían ido por el desagüe.

Una noche más en vela, otro nuevo amanecer, perseguida por los berrinches de tu imagen, otro día agotador que te exigirá cambiar aún más tu estampa, si es que no querías quedarte «para vestir santos».

Como las buenas amigas son tan eficientes en este tipo de emergencias, casi al mediodía ya tenías en tus manos la lista más completa de los mejores cirujanos plásticos del país y pasados dos meses, estrenaste tetas, culo, cintura y una piel sin celulitis. Una vez que desaparecieran hematomas, cicatrices e hinchazón, ¡podrías celebrar una vida plena! El problema es que no fue suficiente, porque a esa escultural figura había que acompañarla de una exuberante melena. Entonces te pusiste unas extensiones (esta vez rubias), no sin antes pasar por el cosmetólogo a rellenar tus labios y mejillas, y a pinchar de Botox esas incipientes e inaceptables arrugas alrededor de tus ojos (ahora de color azul marino).

… Y una vez lista para la conquista (una que tu belleza impecablemente esculpida no debería admitir porque estabas excesivamente hermosa como para no tener todavía la primera invitación ni al cine de la esquina), te atreviste a desafiar a ese espejo que meses antes había desplegado todas su crueldad sobre ti.

Pero ya no te reconociste. Aunque eras la misma chica insegura de siempre, ahora estabas enmascarada en el tallado del bisturí y te habías convertido en la esclava de tu próxima dosis de belleza.

Y como todavía no han aparecido prospectos, como aún no has tenido ni una sola oferta de amor, te sigues preguntando por qué nadie te quiere.

¿Acaso no te has dado cuenta que deberías haber empezado por ti?

 

Victoria Robert

 

 

TIPS PARA LA VIDA

Vivir es un arte, un misterio personal que se devela en la medida en que lo experimentamos. Así que tu existencia es producto de tu exclusivo descubrimiento, eres tú quien la construye, y es única. ¿Cómo entonces pretender vivir siguiendo «tips»? ¿Cómo es posible entonces que creas que tu vida, la tuya, puede ser un producto de diseño industrial, algo que se elabora en masa y se puede adquirir en el primer quiosco de revistas que tengas a la mano? ¿Quién te dijo que siguiendo un manual podrías ahorrarte los sinsabores que dejan los errores? ¿Acaso no sabes que cuando te equivocas aprendes? ¿Es que no te has dado cuenta que si pretendes soslayar tu propia experiencia para tragarte los «tips» de otros, perderías la extraordinaria oportunidad de aprender de ti? No olvides que los consejos suelen venir de personas que no ha vivido lo que tú y que, por más que quiera, no tomará el riesgo por ti. Así que no creas que quien te regale esa «herramienta» que quieres, correrá con las consecuencias de hacerlas funcionar. No, serás tú.

Cuando somos niños necesitamos de la guía de un adulto responsable que nos muestre lo que para él es el mejor camino. No siempre esa tutela será la más adecuada para el niño que somos, sin embargo, cuando contamos con la fortuna de que nuestros padres o adultos responsables estén presentes, sabemos que existe un genuino deseo de protegernos, de enseñarnos y, muchas veces de favorecer el desarrollo de nuestras capacidades permitiendo que nos equivoquemos. Entonces, porque somos niños, es válido necesitar de nuestros adultos para que nos muestren lo que para ellos es el «ABC» de la vida. Es absolutamente razonable nuestra confianza en ellos y nuestra entrega a su supervisión. Pero es que esos son nuestros adultos, son personas con las que hemos vivido o con las que hemos mantenido un contacto cercano casi a diario. ¡Ajá! ¿Y qué ocurre cuando ya siendo grandes buscamos que otros (cuya profesión pudiera sugerirnos que están dotados de cierta experiencia en el asunto de saber vivir) nos «regalen» (sin conocernos) fórmulas genéricas para sobrellevar las insatisfacciones de nuestras vidas? Algo así como recetas universales que nos ayudarán, a todos por igual, a ser feliz.

¿Qué quieres que ese consejero, orientador, psicoterapeuta, psicólogo, coach o sacerdote te diga?:

Despiértate temprano, tiende tu cama, haz tus tareas, mantén tu cuarto ordenado, báñate, come sano, no llores tanto ¿Qué quieres? ¿Que alguien viva tu vida por ti? Imposible. Cuando pides un «tip» (que curiosamente en inglés significa «propina»), estás pidiendo una dádiva, una pequeña compensación por no atreverte a asumir el riesgo de probar sin garantías.

¿Y cómo crear un consejo en absoluto, una respuesta común para alguien especial como tú? Por ejemplo podría ser: «Cuando te sientas solo busca compañía», o «si no te ama, ámate tú», o mejor, «déjalo ir». Y ¿qué te parece esta? «no dependas de nadie», ¿y esta? «no te dejes manipular»… ¿Te sirven? Porque una cosa es saber qué hacer y otra muy diferente es cómo realizarlo.

La psicoterapia es un espacio para crecer, para aprender tu modo singular de ser, para confrontarnos y cambiar, no es una máquina expendedora de premios de consolación cuando nos portamos bien, ni un oráculo que prediga nuestro futuro. La psicoterapia nos prepara en el presente para saber qué hacer con nosotros ahora, de manera que el futuro sea el resultado de nuestras acciones y que podamos estar capacitados para enfrentar los imponderables que la vida nos ofrece… y también es un trabajo, es una profesión por la se cobra. No es una limosna, ni mucho menos un acto de bondad, es un oficio que no se puede regalar porque perdería el valor que aporta el costear nuestro propio proceso de crecimiento. Entre otras cosas, eso diferencia al psicoterapeuta de los padres, existe un convenio profesional en donde los límites propios del contexto, nos ofrecen un entorno propicio para hacernos responsables de los pasos que vamos dando. El psicoterapeuta observa, muestra y señala, pero es el paciente quien descubre, decide y hace.

Y como vivir es un arte y un misterio, tu vida es una pieza única que merece ser labrada con atención, con paciencia, con amor y con capacidad de asombro. Tu vida no es cualquier cosa, tu vida no es algo roto que hay que remediar con prisa a través de «tips» producidos en serie. Así que la próxima vez que quieras un «tip» o una «herramienta» para vivir, acude a terapia y descubre tu propio camino. Ese es el único consejo que me atrevo a darle a quien considero un artista de su propia vida.

Victoria Robert

 

AHORA QUE HAS LLEGADO

El miedo no se esfuma porque te hayas cambiado de lugar, solo muda de estado sólido a gaseoso. Apenas toques esa nueva tierra a donde elegiste probar suerte, ese miedo empezará a esparcirse de manera subrepticia, casi inadvertida y te encontrarás con un nuevo  fantasma: la incertidumbre. No te darás cuenta cuando se infiltre en tus poros porque mientras te dejas deslumbrar por lo nuevo, apenas tendrás capacidad para a ajustar tus pupilas a ese nuevo sol y tu piel a esa nueva temperatura.

Serás tú con tu acento frente al de todo el resto, un extraño en tu propia lengua, en ese cuerpo que aún revela el miedo que trae alojado en tus hombros encogidos, porque entre taquillas de inmigración, correas de equipaje y nuevas divisas, no habrás tenido tiempo de sacudírtelo. La cantidad de maletas, tu documento de identidad y hasta tu manera de moverte, de sonreír como quien necesita amigos, te delatarán. Todo lo que hagas o dejes de hacer te expondrá a la experiencia de ser diferente, de sentirte casi un intruso.

Aún no lo sabes pero a tu fantasma le encanta el silencio nocturno. Te dejará llegar a puerto seguro, te dejará creer que podrás descansar y, antes de cerrar los ojos, se asomará con una punzada en la boca de tu estómago y te robará el sueño. Te presentará una película de todo lo que has hecho para haber llegado a donde estás y, sin haber tenido oportunidad de empezar a labrar tu nuevo camino, te mostrará el más feroz de los arrepentimientos. Entonces comprenderás que has dejado un zapato en tu tierra de origen, mientras el otro estará allí, resistiendo todo el peso de tu fragilidad.

Extrañarás tu casa, tus amigos, tus rutinas y tu oficio. Tendrás que lidiar con lo que dejaste sin resolver y hacerlo desde la distancia se hará más intrincado, te asaltará el impulso de ayudar a quienes se quedaron en aquel infierno del que pudiste salir y llorarás cada vez que recuerdes todo lo que tuviste que soltar para andar más liviano. A veces te sorprenderás caminando por calles bonitas pero vacías de tu vida habitual y entonces tu fantasma rozará la punta de su índice a lo largo de tu espalda para estremecerte con remordimientos ensordecedores. Si, así es ese fantasma, y para que no te derrote, en vez de rehuirlo necesitarás conocerlo, apropiarte de él y silenciarlo.

Tendrás que aprender a caminar otra vez, empezarás gateando sobre nuevos mapas y direcciones ajenas, y mientras digieres cada nueva experiencia, te atraparás tentado por esa pequeña pero poderosa parte que habita en ti en forma de anhelo infantil, a comprar todo lo que hace mucho no has podido tener. Y antes de lo que imaginas te pescarás visitando tres o cuatro veces el supermercado más grande y variado como si fuera un parque de diversiones, solo para ver… Quizá te sientas forzado a esconder tus lágrimas cuando descubras que ahora sí puedes elegir, y tendrás que aprender a elegir otra vez entre precios, ofertas, marcas y opciones que una vez tuviste pero habías olvidado.  Y mientras fantaseas con el día en que podrás comprar todo lo que quieres sin escatimar, te conformarás con poco, porque tu fantasma estará allí para recordarte que no puedes, que no debes y que la prudencia es tu norte.

Es un fantasma sensato porque evita que te desboques cuando, después de tantas privaciones, descubras que una vida sin carencias es posible, pero también es experto en introducirte en un vaivén emocional que te puede vulnerar, porque te arrebata la calma de tu ahora y te muestra un futuro tenebroso, te quita el valor de tus logros mientras te infunde desconfianza, te ofrece oro para devolverte espejos rotos… con sus siete años de mala suerte.

La incertidumbre es ausencia de certezas, no de autoconfianza, la incertidumbre es carencia de garantías, no de acciones, de empuje y de capacidades, pero si la escuchas mucho te puede quebrar. Así que necesitarás prepararte para escucharla entre líneas y responderle con trabajo a cada amenaza, a cada miedo, a cada «no podrás». Y si bien conseguirá enceguecerte muchas veces, cuando eso ocurra te servirá mirar hacia atrás para recordar el camino que has recorrido y los obstáculos que has superado para estar donde estás. No todo está en tus manos es cierto, pero tu vida y tu supervivencia, que hasta ahora han sido tu responsabilidad, solo cuentan contigo, y como la necesidad es testaruda, mueve.

Elegiste cambiar amenazas reales que no podías manejar por un fantasma propio. Con ese si puedes, porque si has llegado hasta donde estás con todas las dificultades que te has encontrado, es porque has logrado hacer lo que has querido.

Y ahora que has llegado, nadie tiene derecho a quitarte el futuro… mucho menos tú.

 

Victoria Robert

Entrevista a VICTORIA ROBERT

Victoria es Argentino-Venezolana, nacida en 1965. Ex directora de CENAIF, Escuela de Gestalt, Fundadora de TerapiaYa. Psicoterapeuta Gestalt, Docente Supervisora y Terapeuta Psico-corporal. Especializada en Terapia Individual, Grupal, Parejas, Familia y Adicciones tanto presencial como Online. También es Licenciada en Artes, Actriz, Directora y Escritora. Ejerce desde 1997 hasta la fecha. Actualmente reside en Barcelona, España y forma parte del equipo de colaboradores de TuEstima en el desarrollo de novedosas modalidades de asistencia terapéutica través de la plataforma online.

ATP: ¿Quién eres tú?

VR: En este momento soy alerta y una inmensidad llena de cosas desordenadas.

ATP: ¿Y quién más eres?

VR: Soy mamá de Tico y de todos mis peludos.

ATP: ¿En qué se parece ser mamá a ser terapeuta?

VR: En nada. Bueno, la mamá que yo soy pues. Yo soy una mamá amorosa, consentidora, sobreprotectora, muchas veces angustiada por tonterías y en cambio soy una terapeuta que deja crecer, con límites, no me angustio por los pacientes, confío en ellos.

ATP: ¿Aunque me imagino que te ha tocado hacer como de mamá en algunos casos, ser maternal?

VR: Ha habido momentos en el proceso terapéutico de algunos pacientes en donde me ha tocado ser madre nutritiva, pero han sido momentos. Yo no soy madre de ninguno de mis pacientes.

ATP: Eres actriz, terapeuta y artista. Entonces en qué se parece ser actriz a ser terapeuta o viceversa.

VR: Es una pregunta compleja y quizá la respuesta sea larga. Ahora que tengo cierta experiencia y que puedo mirar atrás, sé que he usado la actuación para verme hacia adentro, echando mano a elementos de afuera que han sido mis personajes. Y lo mismo me pasa con la terapia, aprendo de mis pacientes que están afuera, pero aprendo de mí.

ATP: Pero mi pregunta va dirigida más a los procesos de ambos oficios. El oficio del actor, que desconozco completamente, y el del terapeuta. ¿En qué se pudiera parecer, o qué ventajas tendría para un actor ser terapeuta o para un terapeuta ser actor?

VR: En primer lugar ambos implican un proceso creativo de introspección. Yo fui una actriz educada en «El Método», es decir, es un trabajo de adentro hacia afuera, buscar adentro para poder producir, para «ser» el personaje. Como terapeuta yo creo que tengo que hurgar dentro de mí para poder darles a mis pacientes. Entonces construir con el paciente y con el personaje, además de con el colega, el compañero que comparte la escena, es un proceso creativo fascinante y además, en el caso de la actuación, igual que en la terapia, nada está escrito. Está escrito el texto o lo que el director dice que debería hacerse, pero pasan cosas en cada escena siempre diferentes y lo mismo ocurre en cada evento terapéutico, pasan cosas diferentes. Uno muchas veces sabe con qué viene un paciente y quizá qué cosas va a decir o qué angustias va a plantear, pero a partir de allí todo es nuevo. El trabajo actoral y el  trabajo con un paciente tiene que ver con lo novedoso, con descubrir y estar abierto a profundizar.

ATP: Se me ocurre también que por ejemplo un actor de teatro, que tiene que representar varias veces la misma obra durante una temporada, ¿en qué se parece eso a un mismo paciente que viene varias veces a terapia?

VR: Es que el público nunca es el mismo y nosotros nunca somos los mismos como actores en el momento en el que creamos en escena. A veces estamos tristes y tenemos que representar una escena alegre, e inevitablemente teñimos esa alegría con cierta melancolía que le aporta algo distinto a la interpretación, o de repente el público se ríe en un momento que tú no esperabas y algo nuevo ocurre. Lo mismo sucede con el paciente (aunque la neurosis es pretender que algo salga diferente haciendo siempre lo mismo), es decir el paciente viene muchas veces a hacerte lo mismo y a hacerse lo mismo, sin embargo, tanto él como yo, somos diferentes cada día y por muy mínimo que sea, algo cambia.

ATP: ¿Y desde cuándo te dedicas a la psicoterapia?

VR: Yo tenía 15 años cuando escribí en la pared de mi cuarto: «Paren el mundo, me quiero bajar». Era fanática de Mafalda, creo que a partir de ahí me dediqué a la psicoterapia, pero en vez de buscar a un terapeuta, me puse a hacer teatro y encontré en la actuación un espacio terapéutico. Y recién como a los 17 años es que acudí a un psicoterapeuta, pero yo usaba mucho mi trabajo actoral, mi exploración sobre mí misma y los personajes como ejercicio terapéutico.

ATP: ¿Y qué te llevó a hacerte psicoterapeuta?

VR: Bueno, yo entré en un proceso personal muy profundo como a los 26 años creo, no recuerdo bien la edad. Fue una de esas etapas en donde viene Jesucristo a la tierra, te hace una promesa y no te la cumple, fue una etapa de vida durísima que inevitablemente me llevó a hacer terapia. Pasé por algunos terapeutas hasta que conseguí uno con el que hice empatía y empecé a crecer, y una vez que sentí que podía caminar sobre mis propios pies (porque llegué gateando), empecé a pensar que era posible acompañar a otros en un camino similar al que yo había recorrido. Pero la verdad es que en un primer momento lo que quería era estudiar terapia para indagar en la psicología de los personajes. Me estaba mintiendo a mí misma, yo lo que necesitaba era seguir profundizando en mí pero teniendo una excusa, entonces le eché la culpa a los personajes, que en eso ellos fueron siempre muy generosos y empecé a estudiar psicoterapia gestalt pensando en eso, en crecer como actriz. Y en algún momento del camino me di cuenta que había dejado de ser actriz. Yo podía seguir ejerciendo la actuación pero yo había bifurcado hacia la psicoterapia y era irreversible, no tenía vuelta atrás, estaba en el camino de ser psicoterapeuta sin el pretexto de querer ser mejor actriz, sin usar a mis  personajes. Mi necesidad era seguir conociéndome y quizá poder acompañar a las personas que creyeran en mí.

ATP: ¿Dónde te formaste?

VR: Me formé en CENAIF, una institución que acompañé durante 20 años, de las mejores de Gestalt en Venezuela y me formé como psicoterapeuta Gestalt, docente, supervisora, hice múltiples especializaciones y actualizaciones, también me hice terapeuta psico-corporal y me formé en la vida, porque ahora que tengo 52 años te puedo decir que mi formación son mis canas.

ATP: ¿Cómo es eso?

VR: Bueno, mis primeras canas salieron a los 12 años, la mayor cantidad surgieron a los 30, cuando en un ataque un poco extraño me dio por pasarme la máquina «cero» y entonces crecieron todas las canas del mundo, pero eso tenía un significado, yo en ese momento había empezado a envejecer en el buen sentido de la palabra, porque para mí la vejez es uno de los más maravillosos dones que puede tener un ser humano.

ATP: ¿Cómo es eso?

VR: Bueno la vejez es sabiduría, es experiencia, te brinda tranquilidad, porque no es posible ir rápido con un cuerpo anciano, así que esa corporalidad, quizá cansada y lenta, te va guiando en vivir una existencia necesariamente sosegada, es dejarse llevar más por la intuición que por la razón, es casi como volver a ser niño pero con el conocimiento de vida. Aprecio profundamente la vejez y aunque todavía no he llegado a ella, añoro poder estar allí y tener un huerto y una granjita con todos los posibles animalitos que pueda cuidar.

ATP: ¿Y por qué escogiste la Psicoterapia Gestalt?

VR: Pues la verdad es que la encontré, no la elegí. Pero probablemente si me pusieran a elegir, ahora que conozco todos los enfoques, yo elegiría la Gestalt porque es lo más parecido a la actuación, la potencia del «experimento» gestáltico es  lo más afín al momento escénico, es orgánico, es vivo. Es una creación en la que se usan recursos escénicos y se va dando en ese momento único cuando el paciente experimenta lo que le está ocurriendo y gracias a eso se puede dar cuenta de lo que le pasa, es uno de los enfoques más creativos en psicoterapia que yo conozca. Me quedaría con la Gestalt como he hecho hasta ahora, sumándole algunos elementos de otras orientaciones psicoterapéuticas.

ATP: ¿Es como que si la actriz te llevó a la Gestalt? A la actriz le gusta la Gestalt.

VR: Definitivamente. Pero también me gustan otras cosas, me gusta la profundidad en el trabajo con los sueños que tiene el abordaje junguiano por ejemplo, a mí me gusta mucho explorar, excavar, ir al fondo.

ATP: Creo que ya respondiste parte de la pregunta que te iba a hacer, que es qué es lo que más te gusta de la psicoterapia, porque hablaste del «experimento»

VR: Me gusta acompañar, la relación que se establece de ser humano a ser humano, y sobre todo la creatividad que me brinda ese oficio tan noble y generoso.

ATP: «La psicoterapia es un oficio noble y generoso» ¿Cómo es eso?

VR: Es noble porque está allí para que tomes de él lo que tiene para dar, no hace daño, todo lo contrario, porque el problema no es la psicoterapia, el problema está en el psicoterapeuta que a veces, algunos terapeutas no se toman el tiempo para formarse. Así que los errores los comete el psicoterapeuta no la psicoterapia.

ATP: Te refieres a la psicoterapia, ¿no a ti?

VR: Quizá es una proyección, entiendo para dónde vas, pero yo sí creo que LA Psicoterapia como oficio, es mucho más que yo, y es generoso porque te  permite aprender, enseñar, practicar, hurgar, crear, te da todas las opciones posibles para que elijas, cada quien las usa como mejor le parece, ella está allí, es como el planeta tierra, ella está allí para que tú la siembres, la coseches… o la deseches.

ATP: Como una mamá.

VR: Si, como una madre.

ATP: Y qué te aporta de manera personal el ejercicio de la psicoterapia, a ti como persona.

VR: Conocerme.

ATP: ¿Y qué has conocido de ti en psicoterapia?

VR: Yo conozco más de mí cada vez que veo a un paciente que lo que el paciente descubre de sí mismo. Continuamente estoy conociéndome, cada vez que tengo una sesión me pregunto qué me muestra este paciente de mí. El ejercicio de la psicoterapia con el paciente es un ejercicio de autoconocimiento, de autoconciencia, es un regalo que yo me doy, además de ser un oficio con el cuál vivo, y también como paciente, porque yo acudo a terapia como paciente. También me aporta historias personales para contar, para escribir. Si hay algo que a mí me gusta es escribir, así que tiento dentro de mí y uso la terapia para ver qué nuevas historias me inspiran para escribir.

ATP: ¿Escribes?

VR: Escribo desde que soy adolescente.

ATP: ¿Qué escribes?

VR: Cuentos. Fundamentalmente soy cuentista.

ATP: Y estas todo el día oyendo cuentos.

VR: ¡Ah sí! pero una cosa es oír cuentos y una muy diferente es contar cuentos.

ATP: Cambiemos entonces a la actriz por la artista. ¿La psicoterapia nutre a la artista y la artista a la psicoterapeuta?

VR: Definitivamente.

ATP: ¿Si no te dedicaras a la psicoterapia qué otra profesión hubieras elegido, que no haya sido la actuación porque ya la ejerciste?

VR: Te voy a decir una cosa, yo he sido afortunada en esta vida, si es que han existido otras, ésta ha sido un regalo para mí, porque he terminado haciendo las tres cosas que a mí me gustan. Fui actriz, soy terapeuta y ahora, a mis 52 años empiezo a tomarme en serio el trabajo de escribir, que es mi otra gran pasión. Quería dedicarme a escribir cuando era adolescente pero no me lo tomé en serio porque quería ser actriz y luego me atrapó la psicoterapia, hasta que al final volvió, porque así son las pasiones, están allí dormidas y despiertan cuando estás listo. Tengo tres piezas de teatro, una veintena de cuentos y lo que pretendo es contar historias que tengan resonancia en el otro.

ATP: Y conociendo que hay diferentes enfoques en psicoterapias, unos son más del paradigma médico, científico y están los humanistas, la Gestalt es el más artístico.

VR: Si yo soy humanista, yo no puedo ser otra cosa que humanista, fui bachiller en ciencias porque esa fue la condición que me pusieron en casa, pero yo era humanista y me hubiera gustado ser bachiller en humanidades porque cuando entré a la Escuela de Artes en la universidad, tuve que aprender de un golpe quién fue Platón y todos esos hombres, grandes pensadores de los que no tenía la más mínima idea.

ATP: Ya que eres docente, psicoterapeuta gestalt, supervisora, actriz y escritora, ¿Cómo responderías mi primera pregunta: quién eres?

VR: Soy una artista.

ATP: Dime un momento importante que recuerdes como psicoterapeuta.

VR: Hay muchos, es muy difícil elegir, pero creo que el más importante fue cuando estrené «El Tren de la Vida». Es un taller vivencial de tres días, un trabajo hecho en conjunto con Alfredo Tugues y Jeannette Conte, que escribí y estrenamos para CENAIF. Todos los estrenos y sobre todo sus desaciertos me encantan, porque las equivocaciones son las que me enseñan, y aquel fue un momento extraordinario de mucho miedo, de mucha sorpresa, de mucho aprender, creo que fue un momento cumbre en mi carrera como terapeuta. Todo el proceso de creación y luego de puesta en escena, porque más que un taller, es una obra de teatro de tres días con intención terapéutica. De hecho, estoy pensando en modificarlo para llevarlo al teatro.

ATP: Escuché «estrené», «escribí», «puesta en escena» y «taller vivencial». Desde hace rato estoy viendo a la actriz, a la escritora y a la terapeuta.

VR: Y a la directora.

ATP: ¿La directora artística?

VR: La directora de teatro, porque hay que ver lo que es dirigir sin haber ensayado ni un minuto, una obra de teatro de tres días con un elenco de 50 personas. Definitivamente ese fue un momento cumbre. Hubo otro momento que ahora recuerdo, uno más íntimo, en donde yo tenía una paciente que estaba en muy mal estado, estaba desgarrada y reconozco que en ese momento no sabía qué hacer, lloraba con un desconsuelo muy profundo y entonces lo que se me ocurrió fue acercarla a mi pecho para que escuchara mi corazón y se pudiera conectar con su vida a través de la mía. Quizá allí sí salió la madre. Parecía un bebé…

ATP: Cuáles son los temas más comunes por los que acuden los pacientes a tus terapias.

VR: Bueno, yo vengo de Venezuela, los temas son muy cambiantes, pero fundamentalmente el tema recurrente recae en las necesidades básicas y la más apremiante es la seguridad y el amor. Y si vamos más profundo es el abandono. La necesidad de amar y ser amado es uno de los grandes temas. Hay mucho niño abandonado y malquerido y también hay mucho adulto que no sabe querer a su propio niño, a ese que fue abandonado, obviamente no lo sabe querer porque nadie le enseñó. Hay dos razones por las cuales un paciente va a terapia en mi experiencia, uno va por un tema puntual, va a resolver un problema, y otro es el que va perdido, el que está perdido en la vida y ese es el que va a crecer.

ATP: ¿Me estás contando de los pacientes, pero cuáles son los temas más comunes?

VR: El amor y el desamor.

ATP: Dime un olor.

VR: Orégano, que es el olor de mi Abuela Gorda.

ATP: ¿Cómo era tu Abuela Gorda?

VR: Era el ser más tierno y amoroso que yo haya conocido en mi vida. Gorda, grande y amorosa. Una mujer muy sencilla. Mi abuela fue cocinera y tenía su propio huerto en donde me enseñó a cosechar.

ATP: ¿Y cómo sonaba tu abuela?

VR: Mi abuela roncaba, pero más que un ronquido era una respiración profunda, y hoy en día parece que  yo, cuando ronco, ronco así.

ATP: Es como un gato ronroneando.

VR: (Risas) Es un ronroneo.

ATP: Elige un sonido

VR: En otro momento de mi vida hubiera elegido el sonido de los violines que el sonido que yo más amo, pero después de sufrir un tinnitus desde hace 7 años, elijo el silencio. Pagaría una fortuna por 5 minutos de silencio o ausencia de tinnitus.

ATP: ¿Qué textura tiene el tinnitus para ti?

VR: Es como electricidad, quema, rasga, es impertinente.

ATP: ¿Y qué textura te gusta?

VR: El manto de Krishna.

ATP: ¿Qué te gusta del manto de Krishna?

VR: Krishna es uno de mis gatos, es suave, esponjoso, es calientito, es la textura más rica que yo he tocado en mi vida, es como un terciopelo vivo, pero más rico.

ATP: Ya que estás hablando de animales y te gustan tanto, elige un animal.

VR: Me pones en un problema porque yo amo a todos los animales, voy a elegir a uno: Tico. Un perrito que yo tuve, un hijito que falleció, pero no es un animal, es una persona, tiene nombre y apellido, Tico Tugues Robert. Un cocker negro hermoso, el mejor niño del mundo. Ahora tengo a otro perrito maravilloso que se llama Gurú y tuve uno que me ayudó a sanar la ausencia de Tico que se llamaba Otto, mi gordo. Creo que tendría que elegir a los perros, pero la verdad es que si me pones a escoger especies… yo creo que yo debo haber sido  algo así como una «tarzana», porque amo a los gorilas y a los elefantes. Quizá en otra vida pueda yo tener la fortuna de cuidar a un santuario de elefantes y de gorilas.

ATP: Eres madre de mascotas.

VR: Si.

ATP: Un terapeuta.

VR: Delia Herrero, Norma Capriles y Alejandro Suarez.

ATP: ¿Qué pasa que los eliges a ellos?

VR: Les tengo mucha gratitud, Delia es mi analista, una sabia mujer que me ha acompañado por años en mi proceso de descubrirme, de encontrarme y de reinventarme. A Alejandro lo recuerdo dando sus conferencias de psicodrama o de psicología profunda, un terapeuta junguiando de excepción. Norma es una maestra en el trabajo con sueños, Norma más que terapeuta es un hada.

ATP: Un maestro.

VR: Guillermo Feo en psicoterapia y Juan Carlos Gené en la actuación. Mis dos grandes maestros.

ATP: ¿Con Gené aprendiste «el método»?

VR: Si, el trabajo del actor sobre sí mismo y luego sobre el personaje.

ATP: Hace rato hablaste de un momento importante con un paciente. Elige a un paciente.

VR: ¡Ah!, es muy difícil decidir por un paciente. Probablemente yo sea la mejor paciente sobre la que puedo hablar aquí. Soy abierta, curiosa, responsable como paciente y no podría mencionar a ninguno mío y mucho menos hacer selección de alguno, aunque he tenido la dicha de tener muchos pacientes como yo: entregados, comprometidos, curiosos…

ATP: ¿Un mensaje?

VR: A mí me ha costado mucho aprender que no todo está en mis manos. Es más, lo he tenido que aprender muchas veces. De hecho, cada vez que lo vuelvo a aprender, entonces suelto. Duele si, y vaya que duele, pero más duele el esfuerzo por permanecer igual.

ATP: Una imagen para el final de la entrevista que quieras regalar a tus lectores.

VR: Cuando llegué a España, a Madrid y empezamos a cruzarla, de Madrid hacia Barcelona por esas carreteras asombrosas y esos paisajes hermosos, una de las cosas que más me llamó la atención fueron las cigüeñas y sus inmensos nidos. La imagen que les dejo son esos nidos de cigüeñas… algo así como… cambia de lugar (sobre todo el de adentro), que siempre va a haber una cigüeña que te va a encontrar para mostrarte el camino a casa. Yo cambié el verde de Venezuela y el canto de los pájaros, por el vuelo de las cigüeñas volviendo a sus nidos.

ATP: Si alguien anda en esta incertidumbre de ir o no a terapia. ¿Qué le dirías como terapeuta y como paciente?

VR: Si hay mucha resistencia, lo primero que me viene es pensar que quizá sea necesario esperar a que se haga más daño para que necesite pedir ayuda. Pero no, porque la psicoterapia no solo es para resolver problemas, o para cicatrizar heridas, la psicoterapia es una oportunidad para crecer y descubrir. Así que le diría: ¡podrías aprender tanto de ti!

Entrevista realizada por Alfredo Tugues Plaza

 

LA HORA DE PARTIR

Puede que te ocurra en la noche o en una de esas madrugadas en las que no importa la temperatura a tu alrededor porque igual sentirás frío. También puede que te sorprenda una mañana tibia, pero tan silenciosa que asuste. Y si te toca en la tarde, será casi al anochecer, cuando ya estés lo suficientemente cansado como para haber soltado tus defensas, después de haber lidiado con las exigencias de un día que, como los de los últimos tiempos, se hará cada vez más insoportable. No importa cuándo, pero una vez que te pase ya no serás «uno» batallando con la adversidad de tu entorno. Por una buena temporada serás «dos»: tú y ese otro tú que te gritará que quiere irse de ese lugar en donde insistirás permanecer por miedo o tozudez. A partir de ese instante vivirás con la sangre helada, los hombros encogidos y el estómago hirviendo. Serás inquietud y rabia solapando un dolor que no podrás posponer tanto como quisieras. Y entonces, el infierno que creerás estar viviendo por vivir lo que no quieres, por aguantar los maltratos que no habrás pedido ni buscado ni ganado, será uno doble. Porque ese otro que te suplicará, que te tentará y hasta te increpará, es tu amor propio pidiéndote cuentas. Esperarás a que otros decidan por ti, querrás que alguien te preserve de ese daño que ya no estarás en condiciones de resistir, rogarás por soluciones milagrosas, hasta que esa madrugada o esa tarde o esa tibia y aterradora mañana silenciosa que jamás querrás que llegue haya remontado, y entonces sabrás que es la hora de partir.

Y mucho antes de que la incertidumbre toque a tu puerta, te sorprenderás entre lágrimas y ahogos sacando cuentas, haciendo inventarios y poniendo en balanza ilusiones vencidas por un lado y un porvenir borroso por el otro. Serás una duda ambulante, porque esa parte de ti que se apegará a lo que creerá seguro (aunque no sirva), estará trabajando incansablemente para evitar que la arranques de su hogar, de su historia, de sus afectos y de la fantasía de que lo que una vez fue, regrese. Pero como sabrás que eso no será posible, serás tú quien pese a tu hueco en el pecho, irás dando cada paso hacia tu salida. Buscarás aliados para que cada cierto tiempo te recuerden porqué decidiste marchar, mientras tu otro tú, apelará a la añoranza, al « ¿estás seguro?», al « ¿y si?».

Serán días difíciles, pues mientras avances hacia lo desconocido para alejarte de lo que tanto te estará lastimando, también tendrás que sobrevivir a los días en los que aún permanezcas en ese lugar de maltratos y agonía. Y mientras decides qué soltarás, qué llevarás, qué regalarás y a quién o qué echarás a la basura, irás descubriendo que te importarán más los juguetes de tu infancia o aquel anillo de alambre que te regalaron cuando te amaban, que los documentos, utensilios y comprobantes de solvencia bancaria. Pero tendrás que elegir empacar lo segundo, tendrás que ser adulto y dejar lo primero. Porque es imposible meter tu vida en dos maletas, porque sabes que en el mundo de las cosas, las que «valen» son las que no importan y las verdaderamente significativas, solo cuentan para ti. Y tú ya estarás lo suficientemente grande como para saber que eres un caudal de experiencias que nadie te podrá arrancar porque son tuyas y se van contigo. Serán decisiones agotadoras en donde también descubrirás cuánto guardabas en baúles olvidados y cuán liviano llegarás a estar una vez que te sientas capaz de cerrar los ojos y, sin clasificar, abrir las bolsas de basura en donde echarás lo que no puedas cargar.

Todo irá tan rápido que te costará digerir cada paso. Habrás avanzado tanto que aunque quieras no podrás volver atrás. Y si bien creíste que llorarías, no lo harás porque estarás enfocado en tu salida por entero. Tendrás tan poco tiempo y tanto que organizar, recoger, cuidar y vigilar, que casi no te darás cuenta cuando hayas dejado ese paisaje, ese olor, esa luz… y ese miedo. Quizá suspires, tal vez te duela el pecho… pero a partir de ese momento volverás a sentirte completo para caminar en una misma dirección.

No te voy a engañar, si te marchas dolerá, pero ya sabes cuánto duele quedarte.  Sabes que falta poco, sabes que en cualquier momento el silencio de la mañana tibia te despertará gritándote que llegó la hora de partir. Sabes que si insistes en hacerte el sordo, habrás perdido la oportunidad de probar un mundo diferente. Y sabes que eres lo suficientemente valiente para partir, porque lo has sido para quedarte.

Victoria Robert

DE LUTO

Dejar, partir, despedirnos, duele. No hay manera de saltarnos esa fase del proceso. Por eso se llama «duelo». Y las circunstancias en la que nos toca asumir esa experiencia, que en principio vivimos como una pérdida irreparable, es el ingrediente que hará más o menos traumática la cicatriz que marcará nuestra existencia.

Perder siendo niños, cuando nos falta experiencia para comprender los matices de una separación (a veces definitiva) y dientes fuertes para masticar las circunstancias propias del duelo,  puede ser una experiencia desoladora que querremos negar porque la vivimos como un abandono, y pese a que contamos con el apoyo de los adultos para procesar la aflicción por la ausencia, resulta un proceso lento que requiere de paciencia y cuido. En la adolescencia, esa fase de la vida en donde sentimos que no encajamos y que pocos nos comprenden, contamos con la rabia (a veces manejada con indiferencia) y con unos dientes quizá excesivamente afilados para manejar el luto. Pero muchas veces esa rabia legítima por sentirnos «amputados» de lo que amamos, podría no encontrar asidero. No siempre existe un responsable o alguien a quién señalar por nuestro pesar. Entonces podríamos salpicar nuestra frustración hacia quienes nos rodean o hacia nosotros mismos haciéndonos mucho daño. El camino hacia la aceptación del dolor por el vacío que deja lo amado, toma tiempo. Siendo adultos los duelos pueden vivirse como cargas muy pesadas, pues aunque se supone que estamos más preparados, las responsabilidades y la incertidumbre ante lo que no podemos controlar, se suman al pesar, a la rabia, y el miedo nos abruma. Sucede que cuando somos adultos y perdemos, nuestro niño desolado y nuestro adolescente furioso que habitan dormidos dentro de nosotros, podrían despertar. Y mientras nos vemos forzados a encargarnos de asuntos cotidianos, puede que tengamos que lidiar con estos dos aspectos internos que nos desestabilizan y exigen nuestra comprensión, paciencia y cuido, para descifrar la naturaleza de nuestra pérdida.

No importa lo que perdamos. Si ello involucra un vínculo afectivo, el dolor es el mismo. No hay dimensiones para el dolor, no hay «dolorcitos» o «dolorsotes». El dolor es dolor, punto.

Puede ser tan devastador perder un pajarito al que cuidamos durante años, como perder a un amigo, a un padre o a un hijo. Perder la salud, el trabajo, una relación, la juventud, la seguridad, un ideal, nuestro país… es la misma pena. Es una muerte que necesitamos llorar. La pérdida nos sumerge en una experiencia de profunda tristeza y puede incidir dramáticamente en nuestro ánimo hasta acabar con nuestros recursos de brega.

Entonces, las diferentes estaciones por las que necesitamos transitar para que no nos dejemos tomar por la depresión, pueden ser la de ese niño cuyo recurso más cercano es negar lo sucedido, algo así como taparse los ojos para que el monstruo del dolor no lo vea, la de ese adolescente impotente que apuesta a su ira sin dirección clara, para finalmente arribar a la de ese adulto, que apelando a su padre o madre nutritivos, puede negociar para seguir moviéndose. En definitiva, la de ese ser humano que necesita procesar su abatimiento, aceptar los aprendizajes propios del duelo y crecer.

Imaginemos un velorio al que nos neguemos a asistir creyendo que al no estar allí, el cadáver dejará de serlo. O al que acudamos, pero usemos toda nuestra fuerza vital para evitar que ese ser que hemos amado, sea cremado. No podremos impedir que se descomponga, no podremos conseguir que reviva, necesitamos dejarlo partir.

Cada fase del duelo requiere de cuidado, de respeto y de atención. Echar tierra sobre las pérdidas no es el mejor camino, porque siempre quedarán allí, respirando bajo esa tierra y pulsando por salir hacia la superficie. Cerrar, despedirnos, es vital para nuestra sanidad emocional y psicológica. Y cada adiós negado, es una muerte insepulta y un recomienzo, pospuesto.

Así que llora, llora tanto como necesites, llora porque te duele, y porque cada lágrima que derrames, honra el amor de quien ahora no está contigo.

Y llora, porque cuando lloras, dejas ir y  sanas tu herida.

Victoria Robert

VOLVER A CRECER

«Qué no te di
que pudiera en tus manos poner
que aunque quise robarme la luz para ti
no pudo ser »

Bolero «Qué te pedí» de Fernando Mulens Lopez

Dependiste de la teta y de los brazos de mamá. Dependiste de la guía y de los hombros de papá. Te vistieron, te educaron, te alimentaron y también necesitaste de ellos para bañarte, jugar y hasta para dormir. Más adelante dependiste de la ayuda de tus padres para hacer tus tareas escolares. Dependiste de tus maestros para aprender a leer, a escribir, a sumar. Quizá también dependiste de tus abuelos o tus tíos para levantar castigos y conseguir permisos. Los grandes de entonces, cubrieron tus necesidades básicas, te brindaron protección, te amaron, se sintieron orgullosos de ti y te facilitaron las vías para hacer de ti, el adulto que eres hoy.

Cuando tenías 15, contabas los meses hasta poder decir que tenías 15 años y medio. Cuando tenías 18, soñabas con tener 21 para avanzar cada vez más rápido hacia tu independencia, hacia ese nivel en donde ya somos mayores y podemos decidir por nuestra vida, una propia y no de otros. Culminaste tus estudios, empezaste a producir, adquiriste un vehículo y hasta una vivienda. Te sentías dueño de ti, libre, tanto como lo soñaste en tu adolescencia. Orgulloso de tus logros, podías darte a ti mismo todo lo que durante tantos años te bridó tu familia. ¡Por fin eras grande!

Pero te enamoraste.

Y es allí, justo allí en donde, sin darte cuenta, te perdiste. Quizá porque no sabías cómo era esa rara experiencia de amar sin perderte, amar manteniendo claros tus límites, amar conservando tu piel y respirando por tus propios pulmones. Algo había salido mal y no sabías qué. Decías que te habías enamorado con el alma, con la piel y con los huesos. Y en vez de disfrutar del amor, lo sufrías. Porque en vez de vivir «con» tu ser amado, vivías «en» ese ser que empezaba a importarte más que tú. Creíste que sin él o ella, tu vida no tenía sentido y transformaste tu existencia, que bailaba a ritmo de rock, en un triste bolero desgarrador. Padeciste de miedo a perderla o a perderlo, sufriste de angustia ante pequeños momentos de soledad, perdiste habilidades, extraviaste tu brillo personal y después de tanto trabajo para conseguir tu independencia, volviste a depender.

Y aquí estás, sumergido en el desamor a ti mismo, y temiendo  que alguien, que no ha venido a tu vida a respirar por ti, se marche y entonces tú mueras. Te asusta tanto ser abandonado, que eres capaz de ceder a todo cuanto consideres te hará conservar a ese ser que en vez de amar, necesitas.

¿Qué te ocurrió? ¿Qué pasó con aquel joven o aquella adolescente que una vez fuiste y que lo que más anhelaba era ser grande? ¿En qué momento te perdiste a ti mismo? Cambiaste, dejaste de ser «ese» al que alguna vez amaron, para ser el que creíste, nadie desecharía ¿Y así pretendes que no te dejen? Te descartaste para evitar que te rechazaran y, sin darte cuenta, enseñaste a ese otro del que ahora dependes, que eras digno de abandono.

¿Acaso eres un parásito, que no puedes, que no sabes cómo moverte si no estás adherido a otro?

No, el amor no es una experiencia para dejar de ser quienes somos, es un sentimiento que nos reafirma. Porque si elegiste a alguien, es porque es valioso para ti, y si alguien te escogió, es porque en algún momento (antes de dejar de ser quien habías venido siendo y convertirte en esto que no sabes definir si no estás con «tu otro»), fuiste único y fuiste especial.

La estima hacia nosotros mismos, el amor propio, es el camino más certero hacia el amor en pareja. Y no es posible mantener a nuestro lado a nadie, a costa de nuestra propia individualidad. Todo lo contrario, es así como lo pierdes.

Así que si estás «sufriendo» de amor, es porque te volviste pequeño otra vez, un niño que necesita reencontrarse con aquel joven sediento de libertad y con nombre propio.

Si es así… ha llegado la hora de volver a crecer.

Victoria Robert

¡QUÉ MIEDO!

Está bien, tienes miedo. Eres una muchachona o un grandulón  muerto de miedo ¿Y qué? ¿Acaso eres el único?

Razones para estar asustados hay miles. ¿No eres humano, un ser susceptible de ser vulnerado? ¿Cuántas amenazas a tu integridad enfrentas a diario? Infinitas. Apremios cotidianos o peligros excepcionales. Continuamente estamos expuestos a sufrir un cambio de timón no previsto y nos encontramos ante la incertidumbre totalmente desprovistos. Pero estamos tan acostumbrados a vencer obstáculos de rutina, tan insensibilizados al riesgo común, que hemos olvidado lo valientes que somos. Así que cuando aparecen situaciones nuevas que no hemos aprendido a manejar, nos asustamos. Y está bien. Sobresaltarse no solo es válido, muchas veces es necesario. Esta alteración es una luz roja, una sirena escandalosa que nos advierte de los peligros  que atentan nuestra seguridad, una alarma que activa nuestros recursos de protección. Si no sintiéramos miedo, no tendríamos el impulso de resguardarnos, y mucho menos de defendernos ante los incontables atropellos a nuestra subsistencia. Es una experiencia que nos impulsa a adaptarnos. Pero una cosa es afectarnos y otra muy diferente es vivir inseguro. La primera es una reacción involuntaria, la segunda  es un hábito aprendido.

Sentir miedo no necesariamente nos hace miedosos. El miedo es un estado afectivo natural, tanto como la tristeza, la rabia o la alegría. Y hay muchas gradaciones: está el breve y repentino susto que se parece más a la sorpresa, nuestra reacción natural a lo inesperado. Pero también experimentamos aprehensión, que es un estado de desconfianza generado por experiencias displacenteras del pasado, que nos han enseñado a ser recelosos. El temor va de la mano con la anterior, y está asociado a fantasías catastróficas. Ambos pertenecen al terreno de la expectativa, del «¿y sí?», esa especie de lapso temporal inexistente que nos secuestra de nuestro presente. El ahora es nuestro único punto en donde sí podemos atender las emergencias (en caso de que estas sucedan), si tuviéramos nuestros sentidos disponibles, en vez de estar distraídos con eventos del pasado o el futuro. Es aquí cuando, en vez de enfrentar la realidad que pudiera estar afectándonos, entramos en la esfera de la angustia, de la ansiedad, en ese estado permanente de tormento que nos desarma, porque pareciera que la solución que necesitamos, viene de afuera de nosotros, es decir, no está en nuestras manos. Pero mucho más intenso es el terror o el pavor que nos paraliza. El pánico que, una vez que se desencadena, propicia el descontrol, y lejos de protegernos, nos pone en peligro. Y está la fobia, que más que un tipo de temor, es un trastorno que requiere de tratamiento.

Se suele usar el miedo para descalificar a quien lo siente. Se le tilda de cobarde. Pero no. Si yo te digo que en este momento en el que estamos conversando y estás leyendo estas líneas, hay un extraño parado detrás de ti y te observa de manera sospechosa, o una sombra que se esconde sinuosa para acecharte cuando menos lo esperes, puede que te rías, pero si fuese verdad, si por un segundo esto te sucediera, te asustarías. ¿Eres cobarde por eso? Yo diría que no, más bien me atrevería a asegurar que además de contar con una extraordinaria imaginación, posees un sentido de alerta que te mantiene vivo y a salvo.

Pero si bien necesitamos del miedo, también es importante hacer uso de él, en vez de que éste se apodere de nuestras vidas. Cuando lo convertimos en un dique existencial para amurallarnos, es cuando nos lastima, porque nos castra, nos amputa la capacidad de riesgo. Entonces para aprender a vivir con él y hacerlo un aliado, cuando éste aparezca y te erice la piel, arráigate, pon los pies sobre la tierra y respira profundamente. Así recobrarás tu sentido de realidad y podrás seguir adelante.

Y si sabes que cuando estás asustado, lo que te ocurre en ese instante es que eres otra vez un niño que necesita de un grande que lo tome de la mano, tendrás la paciencia necesaria para recobrar tu tamaño.

Victoria Robert

UN MUNDO MEDICADO

La idea es que no te duela, que no te asuste, que no te cueste. La idea es que no desarrolles recursos propios para lidiar con lo que te toca vivir. Si duele, toma un calmante. Anestésiate. Si aburre, compra un estimulante. Drógate. Si cansa, busca un energizante. Recárgate. Todo artificial, eso sí. Todo fácil, rápido, y sobre todo, disponible en el mercado.

Pastillas, cápsulas, remedios, gotas, brebajes, tecitos, potingues y hasta rezos. Hay tratamientos de todo tipo, para toda ocasión y al alcance de todos. También vienen en forma de decretos, repeticiones, planas, libros, meditaciones, consejos y «leyes». La ley del milagro, la de la atracción, la ley que es un secreto, la ley de la apertura y la ley de la actitud, la ley de la gratitud, la ley del perdón. Leyes por doquier diseñadas para tu personalidad y para cada momento de tu vida. Leyes que deberás comprar y acumular en la biblioteca o en el cajón del armario, porque solo se usan una vez y no sirven para nada. Leyes diseñadas para convencer a tus frágiles e inconstantes criterios. Leyes que convierten tu necesidad en un negocio y todas se resumen en una sola: «La ley de la inseguridad».

El dolor se puede adormecer e incluso disfrazar, pero no se puede disimular. Entonces para ocultarlo hay que narcotizarlo. Y cuando lo haces, en vez de detenerte para atenderlo, en vez de cuidarte y reposar, sigues, te sobreesfuerzas y te expones. Es decir, te lesionas más. Al suprimir tus señales de alarma, inutilizas tu umbral de tolerancia y también ahogas tu capacidad para sentir su opuesto: el placer. Alteras tu sistema de autorregulación y anulas tu potencial para disfrutar por tus propios medios. Entonces te sometes a vivir a través de estímulos artificiales.  Te esclavizas a la compra, al consumo, a la analgesia temporal y desde afuera…a no sentirte.

Aquí lo importante no es curar y mucho menos enseñar. Aquí lo importante es hacerte creer que no puedes solo, para así mostrarte alivios fugaces y pequeños. Esos alivios fáciles que te harán volver más tarde, mañana o en unos días, por una nueva dosis de paliativos existenciales, porciones de alegría, pedacitos de motivación prestada, artificios de autoestima, chorritos de dicha prefabricada, de «última generación» y hecho con «tecnología de punta». Pañitos tibios pues…pañitos para bebés.

Algunas de esas «formulas» pretenden cerrar heridas ocultando el origen. Es como bajar la fiebre sin atender la infección, o pretender fumigar a las moscas que se reúnen alrededor de la mierda, sin acabar con la mierda. Las moscas volverán y la infección avanzará porque la mierda continúa allí.

Claro que hay remedios necesarios, y como la palabra lo dice, «remedian», reparan, socorren, curan lo que está enfermo. Pero dime, ¿estás enfermo, estás de verdad roto?… ¿O estás buscando un antídoto para tu vida?

Si no procesas bien el azúcar, en lugar de ejercitarte y aprender a comer sano, compras la pastillita que lo hará por ti. No te preguntas por ejemplo, ¿qué pasa con la dulzura en mi vida? Eso no. Si quieres perder peso, hay unas gotas para la ansiedad y una pastilla para controlar tu hambre. Jamás se te ocurre preguntarte ¿qué ocurre conmigo que necesito más? Si quieres tener los músculos grandes, te puedes pinchar, no hace falta que te esfuerces y mucho menos que quieras saber cuál es tu necesidad de hacerte una coraza. Si tienes insomnio, no es necesario que aprendas a dormir, drogarte es más fácil que pretender indagar en eso que no te deja descansar o te quita el sueño. Si estás triste, medícate. Si estás contento, renueva la dosis para que te dure. Si eres tímido, enciéndete. Si eres atrevido, aletárgate. Si estás agobiado, atúrdete. Si no sabes hacer amigos, drógate. Vamos, drógate, drógate, drógate. Dale, es fácil. Drógate con juegos, con televisión, con las redes, drógate con amores ideales, con noticias terribles, con ideologías imposibles, drógate con consejos, con trabajo, drógate con engaños y falsas esperanza o mejor aún…drógate con leyes. Redúcete, abúrrete, sécate, acostúmbrate, convéncete, déjate lavar el cerebro. Dale, dale ¡Dale!… que hay una píldora para todo.

Pero si lo que quieres es crecer, entonces ármate de valor, resístete, aguanta tu ansiedad y siente tu dolor. Porque él es tu mejor maestro.

Victoria Robert

SÍGUEME

Cuando queremos llegar a algún lugar desconocido, necesitamos guiarnos por medio de mapas, direcciones o referencias. Y si los lugares que visitamos son habituales, lo hacemos desde rutinas aprendidas. La orientación para llegar al destino que queremos se sostiene en el aprendizaje propio o el que otros nos legan, y cuando nos toca vivir nuevas experiencias, pocas veces nos dejamos llevar por la intuición, preferimos la guía ensayada, el mapa confirmado, la creencia certificada.
Así como los mapas no muestran «la realidad», los valores heredados, tampoco son «la verdad». Ambos son «representaciones» de un territorio por el que transitamos, con la equivocada «certeza» de que su perspectiva es la única o es la mejor. Sin embargo, así como los matorrales, árboles y la erosión por lluvia no se actualizan en los planos con la rapidez que nos gustaría, tampoco ocurre con las convicciones que permitimos, orienten nuestras vidas. Hay depresiones inadvertidas en las que podríamos caer si nos dejamos encaminar únicamente por la cartografía existencial que nos confiaron nuestros antecesores.
Estos «mapas de vida», muchas veces son expuestos como verdades comprobadas que no admiten discusión. Valores inculcados en familia, se muestran como garantía de éxito y, no seguirlos, podría ponernos en riesgo de fracaso y decepción. Creemos que sus rutas son seguras, pero en realidad son dibujos que, si bien orientan nuestros pasos, no son necesariamente croquis infalibles.

¿Quiere probar? Hagamos un experimento:
Asumo que usted confía en mis palabras porque sigue leyendo. Probablemente está apostando a que yo le diga a dónde iremos. Muy bien. Tiene razón. Le indicaré el camino.

Le voy a pedir entonces que imagine a este papel virtual como un espacio en donde usted y yo, podremos construir, dirigir y corregir los próximos pasos de su vida. Usted está en el centro, por supuesto. La idea es que sea protagonista de su historia. Vamos entonces a colocar a su derecha a su familia, a su izquierda a su pareja, arriba estará su trabajo y abajo sus hijos. En las esquinas puede poner a los amigos, conocidos y mascotas.

¿No le convence? Tranquilo, espere. Apenas empezamos.

Sé que usted necesita divertirse, descansar, desarrollar su creatividad y también ejercitarse. Pero eso puede esperar porque lo más importante es diseñar las bases de un destino sólido. Así que olvidemos por el momento todo lo que tenga que ver con su tiempo libre, porque sería tiempo perdido y vamos a organizar su vida para recuperarla. La idea es que sea productivo. Trabajar sin descanso es lo que le aportará más beneficios. Olvídese de los amigos que solo servirán para descarriarlo. Como la familia lo único que hace es pedir, exigir y gastar, la visitará poco, solo para cumplir. Los estudios no son necesarios porque usted ya aprendió. Los hijos a obedecer, la mujer a complacer, el marido a producir y los perros al jardín. Todo en orden.

¿Le gusta? Puede ser que este mapa que le he mostrado sea el suyo. También es muy posible que no, pero por más que le disguste, ya está escrito y usted aceptó jugar este juego. Acéptelo y viva su vida tal y como le estoy indicando.

…Cuando se recupere, sepa que más o menos así se construye un «mapa».

Nacemos, y en la medida en que crecemos, vamos probándolos, y muchas veces tragándolos enteros. Puede que no nos gusten, pero los seguimos porque no se nos ha ocurrido que los podemos romper, desarmar y rearmar para construir uno propio. Así que lo invito a hacer con este que le acabo de imponer, lo que le dé la gana.

Pruebe, empiece con éste y verá que sí se puede.

Victoria Robert

¿QUÉ QUIERES?

Soy psicoterapeuta. Mi trabajo es hablar con las personas y ayudarlas a darse cuenta, y eventualmente, a resolver sus conflictos. Durante la sesión hago muchas preguntas, muchas, muchísimas.

Las preguntas son el alma de la terapia, son el bisturí del terapeuta. Estamos entrenados desde niños para responder automáticamente, como un acto reflejo a las preguntas. ¿Quieres experimentar?, estoy por hacerte una pregunta. Al leerla observa con atención qué haces dentro de ti. La pregunta es: ¿qué hora es?…

¿Qué hiciste? ¿Viste el reloj? ¿Buscaste la hora en el teléfono o la computadora? La pregunta activó en ti el mecanismo de búsqueda de la respuesta. En Gestalt diríamos que una pregunta sin respuesta es una “gestalt abierta”, una situación abierta y eso crea tensión en nosotros.

Las preguntas en terapia te exhortan a buscar para encontrar, y así poder ver tus conflictos desde otra perspectiva y percibir un viejo problema de manera novedosa.

Hay preguntas profundas y pregunta superficiales. “¿Qué quieres?” puede sonar “trivial”, pero es una interrogante que admite muchos otros niveles. Si queremos profundizar, “¿Qué es lo que ‘realmente’ quieres?”,  puede ser una de las preguntas más poderosas que usamos en terapia. Y es poderosa porque quieras lo que quieras, responderás en función de tu motivación. Muchos expresan que desean un montón de cosas: quiero ser exitoso, saludable, buena persona, diferente, etc. Pero si te pregunto si te estás moviendo en función de lo que quieres y tu respuesta es “no”, entonces no quieres lo que aseguras querer, o no lo quieres lo suficiente como para actuar. Es decir, por tus acciones, pareciera que quieres otra cosa.

Creo que todos tenemos la capacidad de cambiar y no necesitamos de una fuerza externa para hacerlo. Esa fuerza está en nosotros. Para cambiar tengo que decidir que ese objetivo es ventajoso para mí y para lograrlo, mi deseo de cambio tiene que ser mayor que mi deseo de evitar ese cambio. Por ejemplo: siempre he querido aprender a dibujar a lápiz, pero es tanto lo que tengo que dibujar y practicar que en realidad prefiero descansar. Entonces mis acciones, son las que dicen lo que quiero. En este caso, descansar. Y eso está bien para mí, no estoy dispuesto a pasar horas dibujando, aunque muchas veces me repita que quiero aprender a dibujar.

Es como si fuéramos dos personas en una, una de ellas es la que hace el trabajo, es la que actúa, y la otra está siempre queriendo cosas y solo pide, no hace más que pedir. Así pues, uno de los “yo” quiere que el otro aprenda a dibujar a lápiz y éste, que siempre está haciendo cosas, trabajando, leyendo o estudiando, jerarquiza sus necesidades y…voila, necesita descansar. Es decir, el yo que hace y actúa, es el que decide, porque el otro es como un niño, pide, pide y pide.

Así que la próxima vez que desees hacer algo, hazte estas preguntas:

¿Qué quiero?

¿Qué estoy haciendo para lograrlo?

Si tus acciones te alejan de tu objetivo, entonces pregúntate si realmente lo deseas. Si tu respuesta es “si”, entonces es hora empezar.

Alfredo Tugues Plaza

ABUELA TRISTIA

Había una vez un niño muy chiquito, tan pequeño que cuando se sentaba, sus pies no alcanzaban el piso. Si se colocaba sobre el alzapié de guitarra de su papá, solía pedir un deseo: «ser grande». Se notaba su contento porque sus piernas se columpiaban dibujando en el aire un pentagrama colmado de notas musicales brillantes y animadas. Cuando no, sus pies doblaban las puntas hacia adentro, como buscando mirarse para darse consuelo. Se encerraban, se escondían. Nadie podía adivinar el secreto en ese gesto sutil, porque como había comprendido que la tristeza no era bien recibida en casa, los músculos de su cara dibujaban una sonrisa automática e hipócrita.

El padre del pequeño le había enseñado que las lágrimas «no debían ser». Entonces, ante los gritos, el ceño fruncido y la desaprobación de papá, el niño aprendió que evaporar sus lágrimas, era lo mejor. Ese señor practicaba el oficio de reprimir cualquier manifestación de dolor y, pretendiendo amputarlo, producía mucho más daño. Creía que el oponerse a él lo pondría a salvo, no sabía que negar doliera tanto a la larga. Estaba convencido de que los varones, cuando gimoteaban, no crecían, y que las niñas lloriqueaban para conseguir que algún bobo distraído les complaciera sus caprichos. Todas sus órdenes y negativas, eran dadas pensando en «el bien de los muchachos». Por lo tanto, no permitía lamentos ni suspiros, e insistía en afirmar que la única consecuencia de esas gotas saladas en los ojos de los niños, eran las lagañas.

La madre de ese chiquillo le temía a cualquier expresión de abatimiento de «su bebé». Temblaba de solo verlo frustrado. Así que se hizo experta en el ejercicio del aborto prematuro de la aflicción. Esta mujer dulce y solícita, impedía con su miedo, cualquier manifestación de pena, echando mano a la teta, al caramelito, al juguete, a los «upas», arrumacos y morisquetas… Tenía un arsenal de recursos y un talento inusitado para cambiar lágrimas por risas. Se creía buena, se sentía santa, se sabía especial.

Un día, ese niño al que le habían vedado el desánimo, notó que su piel, su cabello y sus uñas, olían a amargura. Desconocía el origen de esa extraña fetidez. No sabía que tragarse las lágrimas durante tanto tiempo, le provocarían el «Síndrome del llanto estancado», cuyas características principales son el hedor y la hostilidad. Pero como necesitaba con desesperación la aprobación de su padre y la sonrisa de su madre, no le importaba la violencia que este dique (autoimpuesto) le generara. Hizo de la arrogancia su sello personal, se burlaba de los lloraban  y, un día, terminó pateando a su perro para que no aullara. Frente a su madre, simulaba llantos insoportables que solían recompensarlo con consuelos, mimos y golosinas. En fin, se convirtió en un niño gordo, resentido y manipulador. Verlo (aunque haya sido desde lejos) era presenciar el más triste de los espectáculos.

El cuadro era tan desalentador, que apareció la Abuela Tristia… una vieja sabia, de larga cabellera cenicienta que se presenta cuando ya no podemos respirar de tanto aguantar. Siempre llega acompañada de Minerva, su hermosa lechuza gris y, con sus manos suaves y ancianas, es capaz de devolverle  a cualquiera su derecho natural al desahogo. Cuando ella acaricia, hace llorar. Pero es un llanto anhelado porque da salida a las lágrimas. Es una hechicera cuya mirada compasiva es tan potente, que nos entrega aceptación y alivio. Y después, un fenómeno mágico toma la materia del sollozante… porque su piel, su cabello y sus uñas, empiezan a oler a jazmín.

Cuando la Abuela Tristia se hace presente en nuestras vidas, en ese instante, dejamos de ser pequeños. Nuestras piernas se estiran hasta tocar el piso y dejan de mecerse en el aire de la desdicha negada. Y por muy absurdo que parezca, una vez que lloramos como niños y suspiramos, nos calmamos y crecemos… y entonces, podemos volver a soñar.

Una madrugada, el niño que ahora huele a jazmín, despertó movido por lo que parecía el resplandor de la luna, pero descubrió que el brillo no venía desde tan lejos. Allí estaba Tristia con sus manos viejas, ofreciendo caricias al desconsolado cabello de su padre. Entonces el niño se acercó a papá, se sentó en silencio a su lado, y con la serenidad que da la experiencia, lo dejó llorar.

Y Minerva alzó su silencioso vuelo hacia la luna, dejando la casa inundada de olor a jazmín.

Victoria Robert